Es sabido que en China las libertades brillan por su ausencia. Especialmente la libertad de prensa. Por eso cuándo las autoridades del régimen deciden comunicar alguna información en relación con su compromiso en la lucha contra la corrupción, hemos de pensar que alguna razón habrá para ello. Por ejemplo, llama la atención, y no poco, que ciertas noticias de corrupción que afectan a funcionarios y ex funcionarios del sistema comunista aparezcan reflejadas en los medios de comunicación de medio mundo.
Ahora, en estos días, se publica que China juzgó en 2016 nada menos que 45.000 casos de corrupción en los que se encontraban, según el Tribunal Supremo chino, 63.000 funcionarios involucrados, un tercio más que el año anterior. No hace mucho, la prensa oficial revelaba la existencia de 21.800 casos graves de corrupción enero a noviembre de 2013 según las estadísticas de la fiscalía popular suprema. Estas informaciones, según parece, son consecuencia de un informe redactado en el marco de la nueva estrategia del gobierno chino en la lucha contra la corrupción, en el combate a los delitos que cometen los propios altos cargos del gobierno del gigante asiático.
El problema es que la corrupción crece en las estadísticas que ofrecen las Autoridades chinas, que desde luego no informan sobre el grado e intensidad del ejercicio de las libertades en el país. Un país que sigue a pies juntillas los dogmas y reglas más o menos edulcorados del comunismo maoista y que, a pesar de su aparente apertura en materia económica, sigue estando controlado por una férrea tecnoestructura que decide quién y en qué condiciones tiene acceso a la economía, quien y en qué condiciones puede hacer negocios en el exterior.
Desde luego, 46.000 investigaciones por corrupción, en las que hay involucrados 63.000 funcionarios, reflejan que el mal de la corrupción está muy extendido por el entramado institucional del país comunista.
En 2010 se reconoció por la fiscalía federal que 4.000 funcionarios chinos huyeron del país con 50.000 millones de dólares debajo del hombro hurtados de las arcas públicas entre 2007 y 2009. Estos funcionarios huidos lavaron el dinero sustraído mediante la adquisición de propiedades inmobiliarias en el exterior aprovechando los “servicios” de las mafias que operan en países como Estados Unidos y Australia fundamentalmente. En concreto, en 2009 las autoridades chinas investigaron a más de 3000 funcionarios en sus salidas al extranjero.
Como es sabido, la llegada al poder en el gobierno chino de Xi Jinping en marzo de 2012 y a la presidencia del PC en noviembre 2012, supuso, al menos formalmente, un compromiso de las autoridades en la lucha contra la corrupción de los funcionarios y altos cargos de la Administración. La verdad, sin embargo, es que si tenemos en cuenta que probablemente solo se divulgue lo que interesa o es conveniente, la realidad de la corrupción debe ser de incalculables proporciones pues ni hay libertad de prensa, ni hay pluralismo, ni hay libertades ciudadanas.
En fin, estos datos ponen de manifiesto una parte de la corrupción real del régimen político chino, que para conocerse en su totalidad habría que aplicar un notable coeficiente de multiplicación puesto que al existir una densa capa de oscuridad en estas cuestiones, la realidad será mucho más inquietante. Mientras no existan libertades reales, mientras no haya independencia judicial ni libertad de prensa, los procesos por corrupción seguirán siendo en muchos casos ajustes de cuentas internos entre facciones del partido, laminaciones o destierros para quienes no son bien vistos por los máximos mandatarios del gigante asiático.
Mientras tanto, los datos oficiales de un sistema como el chino, aun siendo maquillados, demuestran nuevamente, para quien todavía alimente esperanza en estos sistemas, que las dictaduras generan grandes bolsas de corrupción. Y no sólo las dictaduras, ya ven, queridos lectores, lo que pasa también en las más rutilantes democracias de este mundo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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