Estos días se ha publicado el nuevo índice de corrupción de transparencia internacional. España sigue en la misma situación de años anteriores. No mejoramos y ocupamos, de un listado de 174 países un discreto 30, por debajo de los países nórdicos por supuesto. Eso sí, por encima de Italia y, oh sorpresa, al mismo nivel que Botswana.
Pues bien, en el momento presente, como es sabido, numerosos escándalos de corrupción sacuden la escena política española. Prácticamente ningún partido político es ajeno a esta gran lacra social. Ahora, cuando más se espera de los políticos para enderezar el rumbo de la economía española, en estos tiempos de vendaval financiero y económico, resulta que un rosario de casos de corrupción saltan a las primeras páginas de los periódicos. En Cataluña, en Baleares, en Castilla y León, en Madrid, en Castilla y León, en Andalucía, en casi todos territorios de España, de una u otra manera, con más o menos intensidad, más o menos vinculados a los partidos políticos, el ejercicio del poder político se torna en ejercicio para el enriquecimiento y el tráfico de influencias.
En este contexto, en el que los casos de corrupción son más patentes, la desafección y la pérdida de confianza en los partidos políticos es una realidad evidente. Se querrá o no reconocer, pero cualquier encuesta seria que se realiza acerca del tema manifiesta que una de las instituciones que tienen menos prestigio social son las formaciones políticas. Unos partidos que precisan de abrirse más a la realidad, de escuchar más al pueblo y, sobre todo, de formular propuestas y proyectos dirigidos a la mejora de las condiciones de vida de las personas. La realidad, sin embargo, es terca y constata con demasiada frecuencia que no pocas personas acceden a la política para ganar dinero, para laminar al adversario o para disfrutar y exhibir el poder. En este marco, es posible la corrupción en todas sus manifestaciones: el cohecho, la prevaricación, el tráfico de influencias o la venta de información privilegiada.
Especial interés reviste en toda esta cuestión la preparación de las juventudes de los partidos. En la medida que los futuros dirigentes no precisen de comportamientos impropios para mantener la posición en la estructura del partido, en esa medida se podrá resistir con más fuerza a las tentaciones que existen en la política. Por el contrario, si los jóvenes no se preparan y se entregan a una forma de vida repleta de privilegios y prerrogativas, es probable que en no poco tiempo se conviertan en personajes dispuestos a hacer lo que sea por permanecer en el poder como sea.
Estamos en un momento delicado de la historia de España. La crisis financiera y económica que asola el mundo de uno a otro confín está dejando en nuestro país un glosario de problemas sociales de gran calado. No es fácil salir del túnel. Desde luego. Pero si no existe un ambiente de estabilidad social general, la solución a los desaguisados, que debiera ser un asunto de estrategia nacional, de acuerdo entre los partidos, tardará en llegar. Además de constatar que por parte del gobierno no hay voluntad de alcanzar acuerdos para salir entre todos de la crisis, observamos que la corrupción empieza a tomar, precisamente ahora, unos tintes dramáticos. A pesar de las dificultades y de los graves problemas que nos aquejan, es un buen momento para un gran pacto en el que, además de acordar políticas económicas razonables, se tome en serio la lacra de la corrupción y se tomen decisiones serias, no retóricas, sobre la tan prometida, como inédita, regeneración democrática. No puede ser que en Cataluña, como se han publicado sondeos estos días, nueve de cada diez ciudadanos estén convencidos que haya mucha, mucha corrupción.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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