Estos días acaba de hacerse público una nueva entrega del CIS, Centro de Investigaciones Sociológicas, y la corrupción, tras el paro, sigue siendo, ahora con un ascenso de seis puntos, el asunto que más preocupa a los ciudadanos en España. A pesar de la banalización de esta lacra social y a pesar de los intentos de ciertas terminales por disminuir la intensidad de este infausto fenómeno, la realidad acredita que ya para mucha gente es intolerable el nivel de corrupción al que hemos llegado. Todos los días se publican informaciones sobre el particular mientras por contraste millones de españoles se encuentran al borde del umbral de la pobreza como confirman las últimas estadísticas en la materia.
La política, bien lo sabemos, es un reflejo de la realidad social. A veces, cuando nos quejamos del nivel moral de la llamada clase política hemos de ser conscientes de que en España también ha hecho acto de presencia, y con qué fuerza, el ansia de poder, de dinero y de notoriedad. Tres de los motores que más proyectos e iniciativas despiertan en una sociedad en la que el consumismo insolidario dificulta notablemente una vida cívica de altura en el que reine un ambiente plural y abierto en el que el espacio público sea de todos y para todos. Por eso, no podemos escandalizarnos al conocer nuestra realidad en materia de corrupción. Cada vez va quedando más patente que no pocos tienen un precio por actuar en un sentido o en otro.
Este es el gran problema: que todo se mide en función del poder y del dinero. Se va, de esta manera, perdiendo el valor del sentido de las cosas y de las personas. Lo relevante es consumir y consumir, tener y tener. Entonces, la fuerza de las cosas, de los bienes materiales, termina por impedir el pensamiento y la reflexión serena sobre la realidad, que se condena al mundo de lo marginal, de lo anecdótico, de lo que no cuenta, de lo que no tiene interés para los poderosos de este mundo. Así, poco a poco, se va desmontando cualquier atisbo de planteamiento crítico, dándose entrada al gobierno del esquema único, del carril único por el que deben desfilar aquellos que pretendan alcanzar las mieles del triunfo en la política o en los negocios.
Los que mandan y sus aliados no tienen escrúpulo alguno, tantas veces, en comprar a algunos políticos que no dejan de ser, insisto, el reflejo de una sociedad apenas sin recursos morales. Incluso en ocasiones, destacados representantes de la política se inclinan ante los pies de los grandes de este mundo y procuran complacerles por un buen puñado de euros mientras se invita, o, mejor, se fuerza desde la cúpula al pueblo a seguir los dictados de la nueva doctrina: prohibido pensar, para eso está el poder, para eso están los elegidos.
Así, de esta manera, la sociedad queda inerme e indefensa frente al intervencionismo de unos poderes públicos cuyos hilos mueve la tecnoestructura que nos domina, que corrompe, que se enriquece y que decide en cada momento lo que debe hacerse. La corrupción es una necesidad en este esquema. Incluso se ha llegado a decir por algún experto que un cierto grado de corrupción es conveniente porque engrasa estructuras sociales, políticas y económicas.
No nos engañemos, si queremos volver a la normalidad, a una vida cívica exigente, es menester apostar por una educación sólida, que enseñe el compromiso con el conocimiento y con la dignidad dela persona. Losderechos fundamentales de todos, no de los que se decide que los tienen, deben volver a ser el centro del orden jurídico, social y económico. En efecto, desde la consideración de la igualdad ontólogica del ser humano y desde la lucha por la libertad solidaria será más fácil sacudirse este pesado yugo de opresión y vileza desde el que se perpetran los mayores atentados a la persona que imaginar se pueda. La lucha contra la corrupción, a pesar de su dimensión estructural y objetiva, tiene una dimensión que se libra en el interior de cada ser humano. Sin esa decisión radical por volver a la vida humana, por llamar a las cosas por su nombre, por dignificar la vida pública, por considerar que hay cuestiones indisponibles, innegociables, es complejo que la referencia ética vuelva a presidir la realidad. Sin embargo, vale la pena intentarlo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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