Dentro de unos meses, entre el 22 y el 25 de mayo del año en curso, se celebrarán elecciones al parlamento Europeo. Unas elecciones que en un momento de crisis general pueden golpear de manera significativa al proyecto europeo. Un proyecto  que está generando mucho descontento en relación con las políticas que vienen de Bruxellas. Unas políticas que parecen haberse olvidado, también a nivel de los Estados miembros, del origen y sentido de la construcción de la misma Unión Europea.
En España, sin ir más lejos, se teme una fuerte abstención y un voto de castigo a los partidos tradicionales. Es verdad que por estos lares afortunadamente no transitan, como si acontece en Francia, Holanda, Alemania o el Reino unido, partidos de extrema derecha que han ayudado a sembrar un sentimiento euroescéptico en millones de personas. En nuestro país, sin embargo, el euroescepticismo, aunque nos produzca una gran pena, es una realidad que acampa en no pocas personas.
En efecto, el proyecto europeo ha tomado una deriva que lo aleja, y de qué manera, de sus objetivos fundacionales. Quien quiera puede acercarse a los escritos de sus padres fundadores. Schuman, Adenauer o Gasperi, por ejemplo, y percatarse del errado y errático camino que se está siguiendo en la Unión Europea. El viejo y hoy enfermo continente nació y se desarrolló durante tantos siglos como un espacio cultural y político caracterizado por una suerte de indignación ante la falta de libertad, ante la intolerancia, ante la ausencia de pluralismo. No en vano venimos de la conjunción de los valores del derecho –Roma- del pensamiento –Atenas- y de la solidaridad –Jerusalén-. Por eso, el pensamiento único en materia económica y financiera que se ha implantado desde  no hace mucho, y que está en buena medida en el origen de la crisis que padecemos, además de traicionar ese gran proyecto cultural que es Europa, está alejando a la ciudadanía de una realidad a la que poco, prácticamente nada, aportan los millones de personas que habitan en el viejo continente, auténticos convidados de piedra de un proyecto que está siendo diseñado por determinadas minorías muy pero que muy minoritarias. Ahora que se acercan unas nuevas elecciones, parece pertinente cuestionarse el sentido de la participación ciudadana en unas políticas tan tecnoestructurales como alejadas del sentir común de tantas personas desencantadas.
Los eurobarómetros constatan, desde el inicio de la crisis, una peligrosa caída de aceptación popular del actual proyecto europeo. En España, por ejemplo, hemos pasado de un elevado grado de confianza a unos índices de desafección preocupantes. En efecto, en 2007 dos de cada tres españoles consultados por el eurobarómetro decían confiar en la UE y en sus instituciones. Hoy, el 72% se muestra fuertemente contrariado con las políticas practicadas en este tiempo, en especial con los ajustes y limitaciones que está sufriendo la población.
Es verdad que, según reflejan los barómetros, los europeos no queremos salir del euro y no queremos tampoco tirar por la borda, solo faltaría, el Estado de bienestar ni la venturosa experiencia de paz de las últimas décadas. Sin embargo, los ciudadanos europeos reclaman nuevas políticas, nuevas formas de resolver los problemas que apuntan a que paguen quienes realmente han provocado la espiral de desaguisados de los últimos años.
La apatía, desidia y desafección de la ciudadanía, por más que las cúpulas de partidos y formaciones intenten ocultarlo y mirar para otro lado, son, no hay que más que salir a la calle y hablar con la gente normal, una lamentable realidad. Mientras tanto, no pocos analistas y políticos tiemblan ante la más que posible presencia de alguna fuerza política populista y autoritaria a nivel europeo. Por lo pronto la extrema derecha y la extrema izquierda ya no son testimoniales en muchos países de Europa y eso debería preocupar a los dirigentes de los partidos mayoritarios en nuestros países porque, por su falta de reacción y por su  incapacidad de reformas de calado, se está abonando el terreno para procesos autoritarios en sentido formal. Esperemos que se dignen a asomarse a la realidad y, en lugar de hablar continuamente a la ciudadanía, ser conscientes de que deben escuchar lo que la ciudadanía les quiere decir.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es