Cualquier observador, más o menos atento a lo que pasa, es muy posible que se pregunte, extrañado, por qué en este tiempo se plantean, con ocasión y sin ella, determinados recortes, limitaciones, de las libertades que tanto costó recuperar  pacíficamente no hace muchos años. Es una pregunta que no es baladí y que manifiesta, a mi juicio, la temperatura democrática que realmente discurre por las venas de nuestro sistema político y por la realidad del compromiso democrático de los ciudadanos.
 
La denominada extensión de los derechos civiles, por paradójico que parezca, ha conducido a flagrantes de recortes de las libertades  de quienes son considerados por la tecnocracia dominante ciudadanos, hombres y mujeres, que no merecen disfrutar de determinadas posiciones y situaciones jurídicas porque no abrazan con la suficiente intensidad la nueva religión que se impone desde los nuevos oráculos de este nuevo fundamentalismo que consiste en perseguir a quienes no se sometan a las nuevas doctrinas que sin rubor alguno se imponen desde la cúpula.
 
Así las cosas, no es difícil certificar que la libertad de expresión está amenazada, que la libertad educativa está en peligro, que la libertad de investigación se condiciona, etc, etc, etc. Manifestaciones, todas ellas, de un talante bien autoritario contrario a las más elementales cualidades democráticas que debieran adornar la actitud y la conducta de los responsables de la cosa pública. Si todo esto es verdad, como parece, no lo es menos que interesa saber cuáles pueden ser las causas de esta manera de entender el poder y de comprender el sentido de las libertades.
 
Para mí,  la razón la encontraremos en el espíritu autoritario que todavía, a pesar de los pesares, anima todas estas operaciones de restricción de las libertades. Espíritu autoritario que descansa en el dogma de pensar que quienes mandan, tanto en el mundo político, como en el financiero o en el mediático,  tienen la sacrosanta tarea de liberarnos de determinadas maneras de ver la vida y de entender la sociedad y el poder que, dicen, deben ser expulsadas del espacio público y condenadas, y que den gracias, al ámbito de la conciencia individual. Es decir, algunos, lesionando el pluralismo y la libertad, se irrogan el papel de decir, desde las terminales de la tecnoestructura, quien es demócrata y quien no lo es, quien debe acceder al espacio público y quien no, quien debe ser considerado en tal o cual ambiente oficial y quien no. Y, casualmente, suelen salir favorecidos de esta colosal operación de dominio y selección  quienes están matriculados en el tecnosistema del único carril, del pensamiento unilateral, del pensamiento único.
 
En este ambiente, libertad, libertad y libertad; pluralismo, pluralismo y pluralismo; respeto a la diversidad, tolerancia positiva y menos prepotencia, menos autoritarismo, menos fundamentalismo y menos totalitarismo. Aunque no nos gusten las opiniones ajenas, tenemos que acostumbrarnos a convivir con ellas en un ambiente abierto, plural, dinámico y complementario.
 
Ciertamente, no son buenos tiempos para las libertades. Por eso, de nuevo la lucha por las libertades aparece como tarea apasionante para quienes aspiren al libre pensamiento, a la visión crítica y expresar sus propios puntos de vista, estén o no en la línea de esa senda única adorada por los nuevos “intelectuales orgánicos” que practican ese viejo hábito de la adulación y la genuflexión, por cierto, hoy nunca tan de moda y nunca tan bien remunerada.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.