Estos días, antes y después de la difusión del affaire de los sobresueldos en el PP, las encuestas se hacían eco del profundo malestar que reina entre los españoles en relación con el ejercicio de la política. En ambos momentos, y según diferentes sondeos, el 95% y el 93% de los consultados eran de la opinión de que en estos tiempos existe mucha corrupción política. En este sentido, las instituciones más desprestigiadas para la ciudadanía son los partidos políticos. La preocupación de los españoles por los políticos es superior mes a mes y el 97% de la población reclama un pacto para regenerar la democracia.
Este es el tema, regenerar la democracia, devolver el poder a la gente, abrir los partidos a la realidad, convertir la política en un servicio a la comunidad. Para ello es menester que los dirigentes de los partidos asuman el compromiso de cambiar las cosas. Cuándo la mayoría piensa que hay muchísima corrupción en la política por algo será. La multitud de escándalos que a diario nos sirve la prensa en nuestro país es buen reflejo de esta percepción general. Percepción que no empaña, de ninguna manera, el convencimiento acerca de las bondades de la democracia, solo faltaría, y de la actividad política, probablemente la ocupación más noble a que puede dedicarse el ser humano.
El problema es que la política se ha profesionalizado y quienes han accedido a ella en los últimos años, sobre todo quienes llevan más de veinte años ocupando cargo tras cargo, es muy difícil, por no decir imposible, que sean capaces de superar una adicción que causa estragos al ser humano. Sólo hay que observar a las personas que abandonan la política contra su voluntad para percatarse de ello. Por eso, me parece muy bien lo que dice Esperanza Aguirre de que para trabajar en política sea necesario acreditar experiencia laboral. Normalmente, experiencia laboral contrastada porque lo que los ciudadanos queremos, me parece, es que las riendas del Estado estén en manos de las personas más preparadas, mejor formadas y con una inquebrantable voluntad de servir a los demás, no a uno mismo.
Los partidos deben empezar, pues, a abrirse más a la militancia y a los simpatizantes. Deberán elegir las direcciones de forma materialmente democrática, habrán de escuchar a los militantes a la hora de proponer candidatos a cargos electos. También deberán consultar a las bases en materias que afectan al acervo ideológico del partido. Los cargos del partido y los institucionales habrían de dar cuentas periódicamente ante la militancia. Y, por supuesto, las cuentas de los partidos deberían estar accesibles para el común de los mortales.
Por ejemplo, en el proyecto de ley de trasparencia, acceso a la información y buen gobierno, se debería permitir que partidos y sindicatos, amén de otras instituciones sociales de interés general, sean sujetos obligados al acceso a la información. La forma de contratar personal, la ejecución del presupuesto, las retribuciones de los dirigentes, los viajes, encargos de estudios y la contratación en general, deberían poder ser consultadas por la ciudadanía sin mayores problemas.
La dedicación a la política es la más noble actividad a la que se puede entregar el ser humano, decían los clásicos. Servir a los conciudadanos, administrar las cosas del común, contribuir al progreso de la sociedad, es ciertamente una tarea honrosa como pocas. A todos nos conviene que las personas que a ello se dediquen puedan aportar experiencia y disponer de independencia económica. De lo contrario, la tentación del aprovechamiento se vuelve, a veces, irresistible. Sobre todo para los que a la salida no tienen a donde ir. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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