La política es una actividad humana dirigida a que los asuntos públicos se gestionen al servicio objetivo del pueblo. Los partidos tienen un papel central en lo que se refiere a trasladar a la sede de la soberanía popular las ideas y criterios presentes en la vida social. El problema es que en no pocas ocasiones los partidos, sus dirigentes, se han apropiado del poder que es de titularidad ciudadana, manejándolo como si fueran sus únicos dueños.
En este sentido, el uso en beneficio propio del aparato del partido explica la resistencia a abrir las listas electorales, a fomentar la participación real de la militancia en la selección de candidatos a cargos de elección o a consultar a las bases ciertas decisiones de envergadura social. Manifestaciones de lo que se denomina partitocracia y que, a la vista de lo que pasa, mucho tiene que ver con la percepción mayoritaria que tiene la ciudadanía de la corrupción política.
En estos años, tras la consolidación en numerosos países de Europa del denominado Estado de los partidos, hemos contemplado, a veces desde una pasividad inexplicable, como los partidos han tomado los poderes del Estado, las instituciones, muchas asociaciones profesionales y deportivas, la universidad y cuantas corporaciones fuera menester para ahormar el control social.
El origen del problema hay que buscarlo en la ausencia de temple cívico, de educación política, de capacidad crítica de una sociedad dominada por el consumismo y la esperanza en que todo vendrá de los poderes públicos. Así, poco a poco la ciudadanía se desentendió de los asuntos de interés general confiando en que a los políticos los resolverían positivamente para los ciudadanos. La realidad nos ofrece, sin embargo, un sombrío panorama que discurre por otros caminos, ahora patentes y explícitos.
Las bases éticas de la democracia reclaman que las aguas vuelvan a su cauce. Que los políticos y los partidos asuman el papel que les corresponden, que renuncien a seguir asaltando las instituciones y escuchen más a los ciudadanos. Para ello, es menester que tomen conciencia de la realidad, de su posición, y sean capaces de devolver a los ciudadanos, a todos y cada uno, el poder del que se han apropiado. La tarea no es fácil porque a nadie amarga un dulce y pasar de propietarios a administradores que han de dar cuenta a los dueños y señores permanentemente de la gestión no está al alcance de todos. El 95% de la ciudadanía, según parece, quiere que las cosas cambien. ¿Será posible?
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
jra@udc.es
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