No hace falta ser un lince para caer en la cuenta de que tanto la economía planificada como el capitalismo salvaje han fracasado estrepitosamente. La crisis en la que todavía estamos inmersos mucho tiene que ver con un capitalismo desregulador que confió en las solas fuerzas del mercado para la creación de riqueza. En todo caso, lo que ha traído consigo, es lógico, ha sido una espiral de codicia colosal que ha tornado lo que debiera haber sido un ambiente de competencia razonable en un mundo sin reglas en el que unos y otros quedaron atrapados en la obsesión por tener más y más, por ganar más y más.
Joseph Ratzinger ya lo advirtió brillantemente en Veritas in Caritate al decir que era menester dar entrada a nuevas formas empresariales más cercanas a la solidaridad y a la gratuidad. En efecto, los pilares del orden económico y social no pueden seguir basculando sin más sobre una concepción de la sociedad anónima pensada como un instrumento para maximizar el beneficio en el más breve plazo de tiempo posible. Las consecuencias de esta forma de proceder son bien evidentes y ni requieren grandes comentarios: retribuciones desproporcionadas de los directivos, comercio de productos financieros virtuales, engaños, fraudes, desempleo. Al final: la persona se convierte en un objeto de usar y tirar. La relevancia social se mide por el dinero del que se dispone y el poder que se puede exhibir.
Es decir, el beneficio económico, al igual que la obtención de los votos, se convirtieron en fines en sí mismos. De ahí a la desnaturalización del sistema democrático y del sistema económico y financiero, no había más que un paso. Y en estas estamos cuándo, de nuevo, ahora desde el centro y el corazón de Europa se nos plantea la doctrina, tan vieja como la propia idea del bien común, de una economía de rostro humano. En concreto, el profesor de la universidad de Viena Felber habla de la economía del bien común.
Tal teoría, bien interesante por cierto, surge, me parece, como una reacción frente al capitalismo salvaje, animal, que ha reinado estos años en el mundo occidental. Un capitalismo que se enseñoreó de la política, las finanzas y los medios de comunicación obteniendo unos suculentos réditos que han terminado por ser, precisamente, el origen de su desplome.
Pues bien, ahora se nos convoca desde esta atractiva teoría a fundar el orden económico y social sobre la dignidad del ser humano. Se apela a valores como la solidaridad y la colaboración. Décadas atrás, el surgimiento de la economía social de mercado supuso también, aunque por otras razones, una corriente de savia nueva desde la que construir un sistema económico más a la medida del ser humano.
El ocaso del capitalismo desregulador, del capitalismo salvaje, es evidente. El problema estriba en que para algunos debe ser el Estado el nuevo guía y patrón de la economía. Sin embargo, esta perspectiva también ha fracasado, y de qué manera. Probablemente, el camino a andar venga, de nuevo, de la mano de hacer compatible la competencia con la colaboración, la obtención de beneficios con la justicia social. Y, sobre todo, de la mano de colocar a la persona y sus derechos fundamentales, no en objeto de comercio, sino en presupuesto básico para un desarrollo más humano y solidario. ¿Es posible?. Claro que sí, aunque para ello, obviamente, hacen falta nuevos dirigentes públicos y financieros liberados de prejuicios, abiertos a la verdad y comprometidos en serio con la dignidad del ser humano. Casi nada.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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