La transparencia, el acceso a la información pública, o el buen gobierno, son tres características del quehacer del poder público que no se alcanzan sin más por disponer de normas que las proclamen a los cuatros vientos. Más bien, habrá que analizar la real realidad para comprobar si, en efecto, tales propiedades del ejercicio democrático del poder brillan por su presencia o por su ausencia.
En este sentido, lo acontecido en los últimos tiempos con los viajes de varias de sus señorías abre un debate bien interesante. Por una parte porque no es de recibo la idea de que los parlamentarios, como son expresión de la soberanía del pueblo, no pueden ser controlados en su actuación. Solo faltaría, precisamente por su condición de representantes del pueblo deben ser especialmente ejemplares en el manejo de los fondos públicos. Y, por otra parte, porque tal polémica invita a introducir la transparencia a fondo, de manera que no se refiera solo a los motivos de los viajes de sus señorías con cargo a los fondos públicos, sino a la publicidad de sus agendas en lo que a su actividad parlamentaria se refiere.
En punto a esta cuestión, me parece bien pertinente volver sobre un estudio dado a conocer durante la tramitación de la vigente ley de transparencia, acceso a la información y buen gobierno,  realizado por la Fundación Ciudadana Civio acerca de un asunto bien concreto y específico que demuestra la real transparencia en el desempeño de la actividad parlamentaria. Me refiero a las agendas de trabajo de los diputados, unas agendas que deben estar diseñadas y elaboradas para atender los asuntos del pueblo, para escuchar las necesidades colectivas de los ciudadanos. Junto a las agendas de trabajo de sus señorías,  el estudio se extendió también a las reuniones con los grupos de interés, desde empresas y asociaciones sectoriales a plataformas ciudadanas y grupos de la sociedad civil.
Pues bien, el resultado del informe sobre uno de los principales indicadores del barómetro de la transparencia es bien elocuente. Según Civio, ninguna formación con representación parlamentaria, ni la institución parlamentaria, desvelan la labor completa que realizan sus diputados salvo, claro está, sus intervenciones en plenos y comisiones.
Los cargos públicos, también los electos, deben dar a conocer el contenido de sus agendas de trabajo. Por una razón elemental: su tarea tiene sentido al servicio de los electores que los eligieron. A ellos deben informar de lo que hacen y de cómo lo hacen. El poder legislativo, como el judicial y el ejecutivo, son del pueblo, que es el verdadero soberano. Y el pueblo encomienda el ejercicio, la gestión del poder a sus representantes, de quienes espera que periódicamente le den cuenta de cómo administran el mandato conferido.
Los diputados y senadores, los altos cargos del ejecutivo o los jueces y magistrados, no son los dueños y señores  de los poderes que ejercen. Y como no son sus propietarios, sino sus administradores, han de rendir cuentas periódicamente a los verdaderos soberanos en la forma en que realizan el mandato conferido.
Por eso, las agendas de trabajo de los parlamentarios deben ser objeto de conocimiento público y deberían publicarse en las web de los partidos o en las web personales de sus señorías. Así sabríamos con que organizaciones, asociaciones, instituciones y organismos se reúnen y cómo aprovechan el tiempo para atender los asuntos de los ciudadanos. Y, por supuesto, también deberían sus señorías dar cuentas de los motivos de los viajes que por razón de su condición realizan. Hasta ahí podíamos llegar.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
@jrodriguezarana