El pluralismo, como sabemos, es uno de los valores superiores del Ordenamiento juridico y expresa una de las principales manifestaciones del principio democrático. Sin embargo, a pesar de su relevancia, la concentración del poder que se observa en todos los ámbitos de la vida humana impide que el espacio de la deliberación pública sea abierto y plural.
En efecto, cuando la fundamentación de las normas reside en la autoridad y no en la verdad, baja el nivel de la racionalidad ética. Cuando en lugar de edificar el contrato social sobre el humanismo, se fundamenta en una minoría tecnocrática que decide en nombre de la neutralidad y el procedimiento lo bueno y lo malo, entonces se diluye el respeto a la libertad y a la dignidad del ser humano. En estos casos, nos encontramos ante un encorsetamiento de la vida real, vivimos en un ambiente artificialmente cerrado y, es lo más grave, desaparece el valor auténtico y la riqueza creadora de las personas. Es la situación que algún filósofo ha calificado como inhumanismo. Lo contrario precisamente a un ambiente en el que la fuerza vital de las energías e iniciativas de la gente sea el motor real del cambio y la evolución social.
En un ambiente en el que se desconfía de la capacidad vital de acuerdo con lo que cada uno de los ciudadanos considera como bueno para todos, quiebra uno de los principios centrales de la vida colectiva como es el bien general o bien común. Se trata, me parece, de una sutil operación orquestada por quienes no tienen empacho alguno en negar la capacidad ética de la ciudadania, que se “expulsa” al mundo de la conciencia individual, a la intimidad. Estos nuevos invasores que actúan amparados por su especialización en el interés general, se erigen, sin legitimación real, en la única fuente de lo bueno y lo malo para la colectividad. Ellos son los que, con ocasión y sin ella, enarbolan la bandera de la única política posible que, lógicamente, se inscribe en el triunfo de la tecnoestructura sobre la vitalidad de la realidad.
La dictadura del tecnosistema condena a la separación de la ética privada, enclaustrada y encadenada, al ámbito de la conciencia individual, y la ética pública, que aparece como la única racionalidad moral posible capaz de discernir lo que es bueno o malo para la sociedad, o, si se quiere, lo que es correcto o incorrecto para todos. Esta quiebra provoca uno de los más nefastos efectos que se pueden dar en una sociedad abierta y democrática: la expulsión de la vitalidad real, de las personas de carne y hueso, de la mayoría social, que queda supeditada a la configuración burocrática y tecnocrática. Por eso, hay que rebelarse pacífica e inteligentemente contra esa dictadura tecnoestructural que tanto tiene que ver con la emrgencia del populismo y la demogogía, con la instauración de ese nuevo autoritarismo que está poniendo en cuestión nada menos que los derechos fundamentales del ser humano. Casi nada
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana