Con ocasión de las últimas encuestas sobre posicionamiento político vuelve a la palestra la discusión sobre el centro y dos de sus notas principales: la moderación y el reformismo. Por ello, me parece que la ocasión bien merece un breve apunte acerca de lo que implican ambas características de este siempre añorado espacio político. Veamos.
Normalmente, las posiciones dominadas por la ideología, las posiciones radicales están convencidas de que disponen de la llave que soluciona todos los problemas; que poseen el acceso al resorte mágico que cura todos los males. Tal situación deriva de la seguridad de poseer un conocimiento completo y definitivo de la realidad, y siendo consecuentes se lanzan a una acción política decidida que ahoga la vida social y que cuenta entre sus componentes con el uso de los resortes del control y dominio que sometan el cuerpo social. Es el resultado de la imposición de la teoría sobre la realidad. Cuentan, en este sentido, que una vez a Lenin le comentaron que un determinado Plan no se ajustaba a la realidad; pues que se cambie la realidad fué su decisión.
La política centrista es, por definición, moderada. El político de centro respeta la realidad y sabe que no hay fórmulas ni recetas mágicas. Por supuesto que sabe qué acciones emprender y sabe aplicarlas con decisión pero con la prudencia de tener en cuenta que la realidad no funciona mecánicamente. Es consciente de que un tratamiento de choque para solventar una dolencia cardíaca puede traer complicaciones serias en otros órganos.
La moderación no significa medias tintas, ni la aplicación de medidas políticas descafeinadas ni tímidas, porque la moderación se asienta en convicciones firmes, y particularmente en el respeto a la identidad y autonomía de cada actor social o político, es decir, en la convicción de la bondad del pluralismo. Por eso la política de centro es una política moderada, de convicciones y de tolerancia, no de imposiciones. Más que vencer le gusta convencer. Eso sí, sabe muy bien que el fundamento de la democracia reside en la dignidad de la persona humana.
Si la moderación es un rasgo distintivo de las políticas centradas, otro trazo que las caracteriza y que ayuda a comprender o a situar el equilibrio y moderación en su sitio, es que las políticas de centro son políticas reformistas y por lo tanto de progreso.
Hablar de progreso en el campo político es penetrar en otro laberinto conceptual configurado por el discurso ideológico. Si hasta hace poco el progreso significaba el acceso de sectores cada vez mayores de población a mejores niveles de renta y de consumo, hoy algunos de los sectores considerados progresistas, que ponen el acento en la preocupación ecológica, denuncian el exceso de consumo como un mal y reivindican el detenimiento o drástica limitación del crecimiento.
Las políticas centristas toman como punto de partida la aceptación de la realidad. La realidad, en sus dimensiones social, económica, cultural, se toma como un legado de nuestros antepasados, como el mejor que supieron y pudieron dejarnos. Bien como producto de su saber o de su ignorancia, bien de su iniciativa o de su pasividad, de su rebeldía o de su conformismo. Porque, )no es cierto que nuestros padres como nosotros se movieron con la intención de dejar lo mejor para sus hijos?.
Ahora bien, esa aceptación no es pasiva ni resignada. Lejos de actitudes nostálgicas o inmovilistas, las estructuras humanas se perciben como un cuadro de luces y sombras. De ahí que la acción política se dirija a la consecución de mejoras reales siempre reconociendo la limitación de su alcance. Una política que pretenda la mejora global y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad de la gente. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente y el dinamismo social.
Moderación y reformismo son pares autocompensados. El afán reformista tendrá siempre el límite que le impone la carencia de un modelo social previamente establecido “a priori” y la percepción clara de que todo proceso que reforma es siempre un proceso abierto, porque no hay nadie que tenga en la mano la llave para cerrar la historia. Eso sí, siempre que no se olvide que el espacio de centro supone la afirmación radical de la persona y sus derechos fundamentales.
Jaime Rodríguez-Arana Muñoz
Catedrático de Derecho Administrativo
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