Las encuestas, de diverso orden y procedencia, acerca de la opinión de la gente en relación con la política y los políticos, coinciden en poner de manifiesto la profunda distancia que existe entre la ciudadanía y los cuarteles generales de las diversas formaciones partidarias. Algunas encuestas, en España por ejemplo, sitúan la actividad política como uno de los problemas más graves que aqueja a la sociedad actual. En este momento, según parece, los políticos son el tercer problema más grave para los españoles. Si a eso añadimos que la crisis económica y financiera que recorre el mundo occidental trae causa, entre otras, del deficiente funcionamiento de los entes de regulación, integrados en muchas latitudes por representantes de los partidos políticos, el malestar actual con la denominada clase política encuentra alguna explicación. El gobierno del poder judicial se ha entregado a los políticos, que dominan un escenario en el que la sumisión partidaria es requisito para alcanzar estas altas responsabilidades, tal y como también acontece, de otra manera, en el poder ejecutivo y en el poder legislativo. Es decir, en lugar de Estado de Derecho vivimos en un Estado de partidos, cuyas tecnoestructras tienen en sus manos el destino de los poderes del Estado.
En este ambiente, es muy difícil, aunque no imposible, que las reformas y la renovación que precisamos procedan del interior de los partidos porque sus dirigentes no parecen dispuestos a renunciar a los privilegios de los que disponen y a un status quo que les permite nombrar legiones de cargos destinados a blindar su porvenir en el aparato. Por eso, hay que dar la bienvenida a los cambios y transformaciones que permitan que el ciudadano ocupe la posición que le corresponde y que la democracia sea de verdad el gobierno del pueblo, por y para el pueblo, no este sistema artificial, vertical dónde los haya, en el que unas minorías se reparten los cargos para alimentar a su vez a las minorías que controlan y dominan a los ciudadanos.
En este sentido, se debe intentar resolver la intensa desafección reinante entre representantes y representados que ha permitido a las tecnoestructuras partidarias disponer de un poder casi absoluto, sobre todo cuándo su jefe se sienta en la cabecera del consejo de ministros. En este sentido, hay que trabajar para romper esa partitocracia que ahoga las iniciativas, muchas de ellas procedentes de ciudadanos de a pié, que podrían aportar la vitalidad de la realidad a un mundo dominado por el oficialismo y la artificialidad.
Es menester que surjan iniciativas, vengan de donde vengan, para ayudar a renovar y reformar el sistema democrático porque la acción política no se agota en los partidos y porque quizás, dado el prestigio del que gozan hoy estas instituciones, sea más fácil movilizar a la sociedad civil a partir de proyectos culturales impregnados de una determinada cultura política y cívica participativa basada la centralidad de la dignidad del ser humano y en la promoción de sus derechos fundamentales.
La renovación que se precisa debiera abrir la participación política, erradicar las listas cerradas y bloqueadas e impulsar procesos de mayor participación social en la determinación del interés general, reclamando que personas ilusionadas con la misión de servir a la sociedad puedan disponer de espacio para trabajar en la res publica. Pero para eso ineludible, imprescindible, que alguien con autoridad se decida a que la instrumentalidad que se predica en el artículo 6 de la Constitución de los partidos políticos, se convierta en una realidad. El problema se presenta, con gran intensidad, cuándo lo que es un medio se convierte en fin. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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