Como era de esperar, el Gobierno de los EEUU  se ha puesto manos a la obra para empezar a exigir responsabilidades a quienes, a su juicio, han tenido una conducta inapropiada durante la crisis económica y financiera que inició su andadura en 2007. En concreto, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de América acaba de presentar una demanda de responsabilidad contra la agencia de calificación Standard&Poor’s (S&P)  por haber inflado deliberadamente sus veredictos en relación con los paquetes de deuda estructurados con hipotecas basura.
 
Esta iniciativa judicial no tiene precedentes. Es la primera vez, no tendría que ser la última si hay causa para ello, que el Gobierno de los EEUU como tal se enfrenta en los Tribunales a una firma crediticia a la que acusa de un inmenso fraude que habría provocado pérdidas a las arcas públicas de 5.000 millones de dólares,  3.700 millones de euro. Casi nada.
 
La demanda, según se desprende de la información publicada en la prensa de estos días, se basa en el análisis de millones de correos electrónicos circulados entre los empleados de la agencia crediticia. El centro de la argumentación de la demanda interpuesta por el Departamento de Justicia es bien sencillo. S&P, según el gobierno de los EEUU, engañaba a los inversores al otorgar calificaciones elevadas a estos activos de deuda. Si los veredictos no fueran altos es obvio que ninguna institución financiera hubiera prestado interés a estas hipotecas. El problema es que S&P, con sus calificaciones, reconocía que tales notas estaban amparadas por la independencia, la objetividad y la ausencia de conflictos de interés.
 
La demanda se refiere a la actividad de S&P de2004 a2007, justamente el período de tiempo en que el mercado inmobiliario en los EEUU pasó de la euforia a las primeras señales de la crisis. En este marco, según el fiscal general del Estado Holder el ansia por crecer condujo a la agencia calificadora de rating a obviar el verdadero alcance del riesgo de estos activos con el fin de favorecer los intereses de los bancos de inversión y demás firmas de este negocio. Para el fiscal general de los EEUU,  la intención de defraudar, engañar y participar en una trama delictiva está fuera de toda duda al haber inflado los activos inmobiliarios por valor de cuatro billones de dólares en esos años.
La demanda es civil, no penal,  porque por el momento no existen pruebas sólidas sobre la deliberación para orquestar el fraude.
 
El informe del Congreso de los EEUU, publicado en enero de 2011, advertía de las prácticas de las agencias de calificación poniendo en cuestión la objetividad de sus veredictos al sugerir actuaciones en conflictos de interés. Estas cosas, pues, no son nuevas, como no es de ahora la crítica que se ha formulado a la naturaleza de estas instituciones. Empresas privadas, con ánimo de lucro, que realizan, a mi juicio, tareas de interés general. Incluso es posible que puedan emitir dictámenes sobre instituciones que tienen acciones de la calificadora.
 
En esta historia, según acreditan los correos electrónicos intervenidos, aparecen presiones de los jefes a los empleados para que no rebajen las calificaciones, análisis internos que luego no eran seguidos en los veredictos. En concreto hay uno que los abogados de S&P desacreditan por haberse sacado de contexto que cuándo menos expresa algo preocupante: “ponemos nota a cualquier cosa. Puede estar estructurado hasta por vacas y lo calificaremos igualmente”. Sin comentarios.
 
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es