En la democracia, la transparencia es una cualidad que debe distinguir, sin excepción, a todos sus actores y protagonistas y, sobre todo a todos aquellos sujetos que se financian con fondos públicos o que realizan actividades de interés general. Es decir, ministerios, consejerías, entes públicos sin excepción deben facilitar información a los ciudadanos. También, como es obvio, la casa real o los partidos políticos, sindicatos o patronales. Todos sin excepción deben estar obligados a promover ese derecho fundamental del ciudadano a la información de interés general.
El interés general es un concepto mucho más amplio que el interés público. El interés general se refiere, en un Estado social y democrático de derecho, al interés de todos, de todos los ciudadanos en cuanto miembros de pleno derecho de la sociedad. El interés público, que podrá o no coincidir con el interés general, se circunscribe sobre todo al interés de las instituciones públicas o al interés de los agentes públicos. Por eso, reducir el derecho fundamental a la información que tiene todo ciudadano única y exclusivamente a la información de que disponen los entes públicos es una forma parcial y sesgada de comprender la centralidad y la capitalidad del ser humano en el sistema democrático.
Según esta restrictiva concepción del derecho a la información, resultará que actividades financiadas con fondos públicos como son los contratos suscritos por un partido político o por un sindicato, los cursos de formación implementados por una patronal o los viajes de los miembros de la casa real, serían opacas, oscuras a la ciudadanía. Tal conclusión, que no se compadece demasiado bien con el principio de transparencia parece, salvo que se corrija en el trámite parlamentario, que es la que preside el artículo 2 del proyecto de ley que ha hecho público el gobierno recientemente.
El proyecto, como muy bien señala el artículo 1, por lo que se refiere al tema objeto del artículo de hoy, va dirigido a ampliar y reforzar la transparencia de la actividad pública y a reconocer y garantizar el derecho a la información. Ampliar significa que la luz y los taquígrafos tengan más potencia e intensidad y eso significa abrir a la transparencia actividades hasta ahora oscuras u opacas. Y reforzar parece que alude a hacer más fuerte la obligación de los entes públicos de mostrar a la ciudadanía cómo y de qué forma se gestiona lo que es del común.
Por eso, poco sentido tendría que nuestro país, que es uno de los últimos en aprobar una ley de transparencia, no incorpore a ella las más modernas tendencias sobre el derecho a la información de interés general desde la perspectiva de la máxima transparencia y la mínima restricción. Claro que habrá límites, es obvio que así sea, pero esas limitaciones por razones de seguridad o de confidencialidad, además de estar muy claramente establecidas, serán de interpretación restrictiva. Tendría gracia que una ley de transparencia restrinja todavía más un derecho fundamental de los ciudadanos como es el de ser informados de todas aquellas actividades de interés general que precisen.
El ciudadano en una democracia es el verdadero soberano. Como tal es dueño de instituciones y procedimientos públicos. Éstos deben confeccionarse desde la centralidad de la dignidad del ser humano. Entonces, entes públicos e instituciones que realizan funciones de interés general han de ser cristalinas para la gente, han de ser caja de cristal, abiertas y a la vista de todos. Eso, a la vista de todos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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