Parafraseando parte del Preámbulo de la Carta de Naciones Unidas, podemos afirmar categóricamente que a pesar del tiempo en el que estamos es cada vez más urgente «practicar la tolerancia aspirando a mantener la paz, la justicia, el respeto de los derechos humanos y promover el progreso social».
En efecto, pocas expresiones son tan utilizadas en el lenguaje y en la conversación y, sin embargo, el sentido de la palabra tolerancia es, más bien, un auténtico misterio para mucha gente. Para unos significa que vale todo, que nada se puede imponer por la fuerza. Para otros se trata de un término equivalente a la indiferencia e, incluso, hay quien piensa que, como todo es relativo, cada uno puede pensar escribir lo que le venga en gana. Ahora bien, para entender lo que es la tolerancia no cabe más remedio que tener en cuenta su contrario: la intolerancia. ¿Por qué? Porque, se quiera o no, la intolerancia es el fenómeno principal y la tolerancia aparece por oposición a ella. Por eso, el tema clave es saber si se puede tolerar la intolerancia ya que, en un sentido amplio, tolerancia es permitir que cualquier idea, así como su expresión y los comportamientos a que dé lugar, se desarrollen sin trabas.
Si hubiera que tolerar la intolerancia, lo cual es obvio que es un disparate, nos encontraríamos con algo en sí mismo imposible: la absolutización de la tolerancia. Por tanto, la tolerancia tiene límites, pues, como señaló hace poco Humberto Eco «para ser tolerantes hay que fijar los límites de la tolerancia» ya que, de lo contrario, la tolerancia iría desapareciendo. Ejemplos de intolerancia sobran en la historia pero, como denominador común, conviene señalar que su principal característica reside en no aceptar la realidad, eliminar al adversario, estorbar su existencia o su expresión, o no darle opción para manifestarse. La intolerancia, en sí misma, implica la eliminación de quienes expresan lo que se considera un error. Las persecuciones de los romanos, las matanzas de campesinos a manos de protestantes, las deportaciones de irlandeses a causa de la intolerancia puritana en Gran Bretaña, el nazismo, el fascismo o el comunismo, hoy las persecuciones de cristiano en Oriente Medio o las condenas mediáticas a quienes expresan opiniones o convicciones contrarias a las pretensiones de ciertos lobbies etc. son algunos de los muchos ejemplos en los que se ha manifestado, y se sigue manifestando, la intolerancia.
A principios de un nuevo siglo, no se puede decir que la tolerancia sea una práctica habitual en el mundo actual. Todavía coexisten actitudes fundamentalistas, todavía hay personas, no pocas, que no pueden exponer libremente sus ideas, todavía hay no poca censura, todavía hay, en definitiva, actitudes que marginan a muchos seres humanos debido a sus convicciones, ya sean políticas o religiosas.
La tolerancia es, sobre todo, una actitud que hay que promover sin miedo. La tolerancia no implica indiferencia, ni falta de crítica o discrepancia. Como tampoco supone que sea imposible la verdad, pues nadie puede ser tan escéptico que niegue ser verdad su propio escepticismo. No todo vale, ni todo es relativo, ni todo es posible. La cultura de la tolerancia, que ahora se quiere impulsar, como señala Mayor Zaragoza, «no es una actitud de simple neutralidad o indiferencia».
Por eso la tolerancia tiene mucho que ver con la comprensión y con el respeto ante lo que piensan los demás, sabiendo que es posible la verdad. Se trata de propiciar un sano ambiente de convivencia, de libertad, de respeto mutuo. Eso sí, asumiendo que, en este marco, cada uno puede discrepar, criticar abiertamente sin ningún miedo las opiniones ajenas. Esperemos que con el desarrollo de la tolerancia vayamos perdiendo el miedo a la libertad y a esa apasionante tarea que es la búsqueda de la verdad. Buena falta hace que nos acostumbremos más a que se nos pueda llevar la contraria sin que por ello se agrie el carácter. Y sobre todo, que abandonemos esa práctica tan funesta e injusta de etiquetar a las personas como si fueran simples mercancías.
En fin, es cada vez más urgente que el pluralismo sea real y efectivo y que todo ser humano, independientemente de su posición en la sociedad, pueda, de verdad, sentirse escuchado. Porque, como escribió Sir Francis Bacon en sus «Essays», «no existe placer que pueda compararse al de mantenerse erguido sobre el terreno de la verdad».
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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