La crisis económica y financiera que se inició en 2007, que en la que llevamos instalados un buen puñado de años, muestra una etiología cada vez más clara. Todos, de una u otra forma,  unos más que otros,  contribuyeron a la situación en que nos encontramos. La negligencia de unos entes reguladores  que tantas veces miraron para otro lado abdicando de la objetividad e independencia que se presume de sus actuaciones tiene su parte de culpa.  La desacertada actuación de muchos entes públicos encargados de la  supervisión, vigilancia y control del funcionamiento del mercado y de actividad financiera ha permitido la comisión de fraudes, estafas y demás desaguisados que están en la mente de todos, también ha colaborado, y de qué manera, a la situación actual.  Hoy, 2019, volvemos a las andadas, probablemente por no haber tenido la valentía y la determinación de hacer los cambios que eran precisos y habernos contentado con colocar algunos parches, más o menos bien puestos.

Desde luego, la irresponsabilidad de las instituciones financieras que se lanzaron a ofrecer toda suerte de financiación para toda clase de actividades públicas y negocios privados sin reparar en las posibilidades reales de su recuperación, ha tenido una relevancia decisiva. Y, finalmente, no  por ello la razón menos importante, la lamentable actitud de tantos políticos que se olvidaron de que el  dinero público es de todos los ciudadano y se entregaron al endeudamiento como forma habitual para prestar determinados servicios públicos,  nos condujo también a un déficit de incalculables proporciones. Hoy, 2019, el endeudamiento sigue, y hay de quien esté en el mando cuando esto estalle de verdad.

Una vez determinado el alcance de las responsabilidades en que se ha incurrido, penales y administrativas,   observamos que su distribución entre las partes  es notoriamente injusta puesto que se castigó  los que menos culpa tuvieron, que son los que tienen menos, los desfavorecidos, los excluidos, los que se han quedado con una mano delante y otra detrás. La clase media, garante de la estabilidad del sistema político, económico y social, por ser la más numerosa, está teniendo que afrontar  gravámenes y pesadas cargas mientras las retribuciones bajan sustancialmente. Sin embargo, políticos y banqueros, así como los más ricos, no parece que hayan sufrido la crisis proporcionalmente.

En efecto, los bancos, a pesar de haber incurrido en flagrantes irresponsabilidades y negligencias, fueron rescatados con los fondos de la comunidad. Pero la comunidad, el pueblo, no se ha beneficiado en forma alguna de tal sacrificio puesto que el crédito a familias y pequeñas empresas todavía es bien restrictivo mientras se financia, eso sí, sin problema alguno, a  partidos políticos, sindicatos, patronales y, por supuesto, a  gobiernos y administraciones de cualquier signo político.

La clase política, demasiado numerosa para lo que es la realidad española, aforada hasta el paroxismo, sigue cosechando, no por casualidad, altísimas cotas de desprestigio social puesto que la gente sabe que mientras los sacrificios son asumidos por el pueblo llano, no pocos representantes se aferran a su situación contra viento y marea.  El bochorno de la gestión de la última investidura, con un poder legislativo sin tareas y unos políticos de espaldas a la realidad, ha sido proverbial.

El fiasco del Estado estático de bienestar es de tal calibre que tenemos que trabajar desde una dimensión dinámica para que la persona, el ser humano, con sus derechos inherentes, ocupe el lugar que hasta ahora ha estado reservado, por inconfesables intereses, a los juegos y divertimentos de poder y de mando. Casi nada.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es