Lenguaje normativo y transparencia

El uso y selección de los términos jurídicos o normativos por parte del legislador o del complejo gobierno-administración debe realizarse en función de los términos registrados en el patrimonio o cultura jurídica de un país. En esta tarea se comprueba la influencia recíproca entre lenguaje ordinario y lenguaje normativo, relación más íntima de lo que parece y que, según las culturas jurídicas en que nos encontremos, se proyecta con más o menos intensidad. Es decir, es razonable conservar las expresiones o giros normativos propios del acervo normativo por obvias razones.

 

El lenguaje normativo, por otra parte, es abierto y dinámico. Nunca es la expresión de un sistema petrificado o fosilizado por la sencilla razón de que el dinamismo y la renovación son características esenciales de cualquier sistema normativo que se precie. Sin embargo, el cambio y la reforma, que son inherentes a los sistemas sociales, no pueden conducirnos, por qué esté de moda, a la recepción en el seno del lenguaje y del estilo normativo de manifestaciones de vulgaridad o de chabacanería, por más que los usos del lenguaje ordinario circulen en esa dirección.

 

En este tiempo en el que vivimos, la transparencia de las normas no es una de sus características más frecuentes.  En  no pocas ocasione, como señala Santaolalla,  no se conoce la finalidad real de las normas porque las circunstancias que envuelven su confección suscita la duda o la sospecha de que se ocultan o esconden algunos de los objetivos o propósitos que persiguen dichas normas.

 

Transparencia y proceso de elaboración de las normas son dos cuestiones indisolublemente unidas. Hasta tal punto que si en el procedimiento de confección de las normas se fomenta y facilita la participación y presencia de los sectores ciudadanos y profesionales afectados por la norma es más fácil garantizar la seguridad jurídica. Es decir, que los operadores jurídicos y los destinatarios naturales de las normas puedan saber a qué atenerse.

 

Ciertamente, la transparencia está muy vinculada a la certeza jurídica. En efecto, cuándo asistimos a la súbita aparición de normas elaboradas desde la unilateralidad o desde el misterio o el secreto, se hace un flaco servicio a la seguridad jurídica.

 

Por otra parte, la transparencia también está vinculada a la llamada viabilidad normativa. Es decir, ¿no es más transparente una norma cuándo se sabe y conoce perfectamente el objetivo que se persigue?. ¿No es más transparente una norma cuándo el legislador o el complejo gobierno-administración conoce sobradamente la realidad sobre la que va a actuar la norma en cuestión?. ¿No es más transparente una norma cuándo se ha estudiado congruentemente sus posibilidades de aplicación?. En este sentido, si analizamos con minuciosidad algunas de las normas existentes, encontraremos no pocas en las que cabe fundadamente pensar en términos de provisionalidad e incertidumbre.

 

Probablemente, si en el procedimiento de elaboración de las normas tuviera más trascendencia la consideración de los antecedentes, de la eficacia de regulaciones análogas en el pasado, de estudios comparados sobre la eficiencia de normas semejantes en países de nuestro entorno cultural, la certeza, la transparencia y la seguridad jurídica estarían más presentes de lo que lo están. En este sentido, el propio Tribunal Constitucional ha advertido ya en alguna ocasión que la ausencia de antecedentes en la elaboración de las normas priva de elementos necesarios para el acierto final en la decisión que proceda en cada caso.

 

Los antecedentes, como es sabido, han de dejar bien claro el fin y objetivo de la norma, su necesidad, por qué la regulación actual es insuficiente, la valoración de la forma seleccionada y, finalmente su viabilidad. El proceso normativo es un proceso racional conducente a la mejora de las condiciones de vida de las personas, no un proceso inerte, mecánico, automático.

 

Para terminar, el Tribunal Constitucional italiano ha empezado hace unos días a plantear que una ley puede ser inconstitucional por lesionar el principio de claridad. Ya era hora.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Sobre el principio de legalidad

El principio de legalidad, como se sabe, se denominó principio de juridicidad desde sus primeras enunciaciones. Sin embargo, el peso y el poso del positivismo que acompañó los primeros momentos del Derecho Administrativo olvidó la subordinación del poder público al resto del Ordenamiento jurídico, incluidos los principios generales. Los principios generales, especialmente los de racionalidad, buena fe, confianza legítima y proporcionalidad ayudan sobremanera a controlar jurídicamente la actividad administrativa desde una perspectiva material. Estos principios, por otra parte, garantizan que las normas y actos administrativos respiren el oxígeno, el aroma de la justicia, pues no podemos olvidar que las normas y los actos administrativos sólo se pueden entender en un Estado d Derecho en la medida en que, efectivamente, sean expresión de la justicia misma.

 

La alusión al Derecho que se realiza en el artículo 103 de la Constitución española hemos de interpretarla en el sentido de que el Ordenamiento a que puede someterse la Administración es tanto público como el privado. En realidad, y en principio, no hay mayor problema en que la Administración pueda actuar en cada caso de acuerdo con el Ordenamiento que mejor le permita conseguir sus objetivos constitucionales. En unos casos será el Derecho Administrativo, el Laboral o el Civil o Mercantil. Eso sí, hay un límite que no se puede sobrepasar sea cuál sea el Derecho elegido, el del pleno respeto al núcleo básico de lo público que siempre está ínsito en la utilización de fondos de tal naturaleza para cualesquiera actividades de interés general. Por eso, aunque nos encontremos en el reino del Derecho privado, la Sociedad pública o Ente instrumental de que se trate deberá cumplir con los principios de mérito y capacidad para la selección y promoción de su personal, así como con los principios de publicidad y concurrencia para la contratación.

 

La pretendida huida del Derecho Administrativo al Derecho Privado teóricamente ha sido, según espacios y tiempos, real. En todo caso, la necesidad de servir objetivamente los intereses generales también se puede hacer en otros contextos siempre que la Administración justifique racionalmente porqué en determinados casos acude al Ordenamiento privado. Otra cosa, sin embargo, es que,  en los últimos años, hoy especialmente, asistimos a una huida del Derecho mismo al intentarse por todos los medios reducir la Administración pública a simple canal de expresión de los objetivos de los poderes políticos y financieros. Así de claro.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Función pública y planificación del personal

La Carta Iberoamericana de la función pública dedica varios de sus preceptos a la planificación del personal, en la que es medular una razonable definición de los puestos de trabajo y una adecuada forma de diseñar los perfiles de competencias de los empleados públicos. Pues bien, quienes sabemos de la trascendencia de estas previsiones y hemos certificado las grandes dificultades, por su complejidad, que caracteriza esta materia en la política de personal, abogamos por una razonable flexibilidad que permita que esta política en la función pública sea, no un fin en si misma, sino un instrumento al servicio del cumplimiento y desarrollo del interés público al servicio de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.

Desde esta perspectiva, la llamada planificación del personal en la función pública es un instrumento, dice el artículo 13 de la Carta, “mediante el cual la organización realiza el estudio de sus necesidades cuantitativas y cualitativas de recursos humanos a corto, medio y largo plazo, contrasta las necesidades detectadas en sus capacidades internas e identifica las acciones que deben emprenderse para cubrir las diferencias. La planificación constituye el nexo obligado entre la estrategia organizativa y el conjunto de políticas y prácticas de gestión del empleo y las personas”.

Obviamente, para proceder a una razonable planificación del personal,  es preciso disponer, de acuerdo con el artículo 14 de la Carta, de “sistemas de información sobre el personal capaces de permitir un conocimiento real y actualizado de las disponibilidades cuantitativas y cualitativas de recursos humanos, existentes y previsibles en el futuro, agregadas por diferentes sectores, unidades, ámbitos organizativos, cualificaciones, franjas de edad y cualesquiera otras agrupaciones necesarias para la adecuada gestión del capital humano”.

Lógicamente, la política de personal debe ser razonable flexible, pues es un instrumento al servicio de la consecución de los objetivos públicos de la preferencia de los ciudadanos. Hoy por hoy, por lo menos en España, estamos todavía muy lejos de políticas de personal modernas en las que se conjugue el mérito y capacidad, la flexibilidad y la permanente orientación de las estructuras al servicio del interés general. Todavía la política de personal sigue siendo un coto cerrado por el pujan algunos de los grupos que aspiran al control del sistema de función pública.

La Carta Iberoamericana, consciente quizás de este problema, aconseja la flexibilidad necesaria que facilite la movilidad funcional y geográfica de las personas y el reconocimiento de la mejora profesional (artículo 19).

Cualquier persona que conozca la situación económica de los países iberoamericanos seguramente coincidirá en la necesidad de mejorar sustancialmente la hacienda pública de estas naciones. En muchas de ellas, a pesar de que la pobreza es lacerante y de que solo algunos acceden realmente a condiciones de vida realmente dignas, resulta que nos encontramos con bolsas importantes de ciudadanos que no hacen declaración de la renta. A veces, desde otro punto de vista, la situación de la hacienda pública muestra grandes carencias: la justicia del gasto público, sobre todo en educación y sanidad, tantas veces brilla por su ausencia. Es decir, no todos contribuyen a las arcas públicas y la ineficacia en la gestión del gasto y del ingreso conforman un panorama preocupante y necesitado de profundas y hondas reformas.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Globalización y calidad de vida

La globalización, qué duda cabe, está alterando las formas de trabajo y consecuentemente las condiciones de vida de millones de seres humanos en todo el mundo. En unos casos, para bien y, en otros, probablemente los más, para empeorar la calidad de vida de muchas personas.

 

En efecto, la pregunta que surge, la contemplar la realidad de este tiempo es bien clara. Tales cambios y transformaciones, ¿mejoran o empeoran las condiciones de vida de las personas?. De entrada, hay que tener un poco de cuidado con el término flexibilidad. ¿Por qué? Porque, como apuntó tiempo atrás el sociólogo Richard Sennet en su libro “La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo”, es posible que los beneficios de horarios flexibles y del tele-trabajo puedan enmascarar un control mayor de los jefes sobre los empleados y la instauración, de hecho, de jornadas de trabajo interminables. Es decir, la oficina virtual nunca cierra, lo que abre la posibilidad de que los jefes abusen exigiendo que los empleados trabajen desde casa más allá de la jornada laboral.

 

La clave, por tanto, no está tanto en los sistemas, en las estructuras, en los procedimientos, o en las metodologías por buenas y modernas que sean. La clave está en pensar en las personas una a una, en saber cómo van a afectar a las personas determinadas decisiones. Si van a ampliar su espectro de posibilidades o si, por el contrario, se va a estrechar el cerco.

 

Las personas, como escribe Sennet, por duro que parezca, son hoy, tantas veces, tan de usar y tirar como los vasos de plástico de las flexibles oficinas en las que trabajan esas flexibles corporaciones. Sin embargo, es necesario volver a insistir en que la sensibilidad hacia las personas debe ser una nota esencial de la globalización. Si no se da en la medida necesaria, ¿será porque estamos demasiado obsesionados con el corto plazo y no nos damos cuenta que convivimos con personas que muchas veces esperan de nosotros aliento, comprensión y estímulo?. Tenemos, ante nuestros ojos, una gran oportunidad que no debemos desaprovechar.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Derecho global y políticas globales

El Derecho Administrativo Global incluye todo un conjunto de técnicas que deben estar amparadas por el Estado de Derecho, particularmente a través de estándares que aseguren valores tan importantes como pueden ser la transparencia, la racionalidad, la legalidad, la participación y la evaluación. Es decir, las políticas públicas globales que produce la nueva Administración Global han de estar presididas por patrones jurídicos, entre los que ocupan un lugar central los derechos fundamentales de las personas.

 

El problema de la legitimidad de la acción administrativa global no debe ser contemplada únicamente desde la perspectiva de la eficacia y de la eficiencia. Más bien, la legitimidad ha de venir amparada por sistemas democráticos de producción de actos y normas en los que brille con luz propia el pleno respeto y promoción de los derechos fundamentales de los ciudadanos.

 

Entre los órganos que componen la realidad administrativa global se encuentran según estos profesores anglosajones: los órganos administrativos regulatorios intergubernamentales formales, redes regulatorias informales intergubernamentales, estructuras de coordinación, órganos regulatorios nacionales que operan en relación a un régimen internacional intergubernamental, órganos regulatorios híbridos público-privados, así como algunos órganos regulatorios privados que ejercen funciones de relevancia pública en sectores concretos. Esta nueva estructuración de la Administración global viene a confirmar la versión objetiva o material del Derecho Administrativo en la medida en que la perspectiva subjetiva queda rebasada por la realidad. Ahora, lo determinante va a ser la función de esta nueva Administración global en la que tiene un lugar propio los esquemas organizativos públicos-privados y las organizaciones privadas que realicen tareas de trascendencia pública, de interés general, en determinados sectores.

 

La clave del Derecho Administrativo Global se encuentra, pues, en la acción  administrativa, que ahora va a poder proceder no sólo de estructuras administrativas tradicionales sino también de nuevos sujetos que ahora van a cobrar especial protagonismo en el espacio jurídico global. La gobernanza global, la gobernabilidad global o la gobernación global va a ser la principal actividad que va a estudiar el Derecho Administrativo Global, que en modo alguno invade el campo de trabajo del Derecho Internacional Público, ya que  aunque estamos en el marco de la gobernanza global y en ocasiones trabajamos en la frontera del Derecho Internacional, estamos en presencia de  una tarea de regulación  de amplios sectores de la vida económica y social de inequívoco alcance administrativo.

 

No obstante, la actividad administrativa que va a estudiar el Derecho Administrativo Global se refiere, en el plano supranacional, a estándares derivados de la cláusula del Estado de Derecho de aplicación a las regulaciones administrativas derivadas de Tratados Internacionales, a las regulaciones “informales” adoptadas al aplicar y ejecutar regímenes normativos internacionales, así como a la denominada función administrativa de naturaleza “jurisdiccional” distinta de la conclusión de Tratados o de la resolución judicial entre sujetos del Derecho Internacional.

 

El Derecho Administrativo Global existe porque hay una acción administrativa global. Y hay una acción administrativa porque se ha ido conformando en este tiempo un conjunto de estructuras de regulación global, no necesariamente de composición estrictamente pública, que han ido produciendo actos y normas proyectados en un espacio de orden administrativo que llamamos global. Los profesores citados dicen que este espacio administrativo global es de orden polifacético porque en el actúan, como sujetos productores de regulación, instituciones administrativas clásicas, estructuras como ONGs o personas jurídicas empresariales que adquieren relevancia administrativa en la medida en que dictan reglas de relevancia pública. Esta realidad, insisto, permite pensar de nuevo en las posibilidades de la concepción objetiva o material del Derecho Administrativo y en la capitalidad de la acción administrativa como eje central del concepto mismo de nuestra disciplina. Una acción administrativa que o se dirige a la mejora de las condiciones de vida de las personas o no tiene sentido alguno. Al menos en un Estado social y democrático de Derecho como el nuestro.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Acceso a la información y buena administración

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Derecho Administrativo y privilegios

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Sobre la dignidad del ser humano

La historia de la humanidad, preñada de luces y sombras, muestra que la dignidad humana  ha brillado por su ausencia en algunos momentos.  La esclavitud en todas sus formas, las torturas, y toda clase de discriminaciones han jalonado muchos períodos de la vida del ser humano en este mundo.

Hoy, a pesar de estar en el siglo XXI  y de que existen muchas normas jurídicas internacionales y nacionales que prohíben los tratos inhumanos o degradantes, es una vergonzosa realidad la existencia de expresiones, más o menos sutiles, de lesión y laminación de la dignidad del ser humano por doquier. Racismo, xenofobia, trata de personas, asesinatos de periodistas, explotación laboral  de niñas y niños, condiciones laborales vejatorias y abyectas, ablación de clítoris a las mujeres,  eliminación de seres inhumanos por razones eugenésicas o a quienes sencillamente  no se deja llegar a ser,  constituyen  expresiones de la actualidad de una lucha que, a pesar del paso del tiempo, de las innovaciones científicas y del desarrollo tecnológico, es cada vez más necesaria.

El imperio del mercado, sin límites ni controles, llega incluso a dar por bueno, en algunas latitudes, que se comercie con las personas. Se autorizan transacciones que tienen como objeto contractual, quién lo podría pensar, a  las personas. Ahora, en España, a pesar de la ilicitud de la maternidad subrogada,  se plantea, en el colmo de la erosión a la dignidad humana,  la compraventa de los llamados vientres de alquiler. Es decir, se pretende reconocer, también en nuestro país,  los efectos del tráfico mercantil en relación con la mujer y su cuerpo y el niño por nacer o ya nacido.

Cuándo  se lesiona de tal forma la dignidad humana saltándose a la torera las más elementales reglas de la ética  y la moral, es momento de levantar la voz y reclamar de nuevo que se proteja al ser humano  y que los contratos versen sobre cosas y no sobre personas,  pues tal práctica nos retrotrae a momentos de la historia en los que la esclavitud se toleraba y las tratas de seres humanos campaban a sus anchas. En efecto,  en el pasado  la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia pues se la  consideraba como las cosas, objeto de la transacción, materia de los contratos. Hoy, parece mentira, de nuevo hay que proclamar a los cuatro vientos que las personas tienen derechos inherentes a su condición de ser humano que son innegociables.

En pleno siglo XXI, en el marco de una crisis general que golpea  a los más necesitados, de nuevo la dictadura de los fuertes hace acto de presencia.  También  con la maternidad subrogada. Una nueva forma de explotación  que lleva a mujeres con dificultades económicas en el llamado tercer mundo a alquilar su cuerpo y vender al hijo a personas pudientes de los países desarrollados. Legitimar tales prácticas y las  diferentes formas de esclavitud más o menos groseras  de este tiempo, no debe pasar inadvertido.   La dignidad de la persona y de sus condiciones de vida es, hoy, quien lo podría imaginar, una asignatura pendiente en la que queda mucho trabajo por hacer y muchas denuncias que plantear. Demasiadas.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La cuestión local

La cuestión local ha sido uno de los temas centrales y perennes de la vida pública española y ha estado permanentemente conectada a los procesos descentralizadores que han intentado acercar el poder a la realidad en los últimos tiempos. Ésta es, probablemente, la razón medular que ha animado no pocos programas reformistas de distintos Gobiernos convencidos de que, en efecto, la Administración pública debe estar cerca de la ciudadanía para así estar en mejores condiciones de que el interés general sea más humano.

En los fenómenos de descentralización constatamos, sobre todo en los Estados compuestos como el español, la necesidad de buscar equilibrios territoriales que conformen las diferentes estructuras gubernamentales territoriales en espacios para la gestión pública adecuados. El problema existe porque no es fácil ni sencillo que poderes federales, autonómicos o regionales coexistan equilibradamente con los poderes locales pues en las cuestiones referentes al poder no siempre prima la racionalidad.

En cualquier caso, el modelo español es un modelo en el que los distintos niveles territoriales exigen estructuras de gobierno y administración en armónica relación con el ámbito de los intereses generales que les son propios, para lo que han de disponer de las competencias necesarias, siempre en el contexto de servicio permanente a la ciudadanía.

Hoy, más de cuarenta años después de la promulgación de la Constitución, el panorama de la descentralización política y territorial en España, con ser relevante y digna de estudio y reflexión en el mundo entero, no es un dechado de perfección. Porque todo lo humano es perfectible y, sobre todo, porque no podemos ocultar que, en estos años de descentralización de poderes, potestades y competencias desde el Estado a las Autonomías, los Entes locales apenas han estado presentes a pesar de que llevemos hablando años del pacto local. Ésta es la realidad de la que debemos partir para analizar sistemática y lógicamente la dimensión local en el modelo compuesto español.

Por eso, hoy los Entes locales gestionan un elenco de competencias que exceden las más optimistas previsiones normativas porque el ámbito local es el ámbito de la vida real, de la realidad real, el lugar en donde se juega la calidad de la democracia y el entorno en el que se pueden diseñar políticas públicas determinadas que, si están bien planteadas, pueden repercutir de un modo perceptible en la vida de las personas.

España es un Estado compuesto por Comunidades Autónomas y Entes locales, ambos dotados de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses, disponiendo las Autonomías de una autonomía política que le permite el ejercicio de la potestad legislativa, circunstancia que hoy no acompaña a los Poderes locales, y que lleva a olvidar la realidad de la incidencia de estos Entes territoriales en la vida de millones de habitantes. En este sentido, se ha llegado a plantear que una eventual reforma constitucional incluyera a los Entes locales también, además de en el art. 137 CE, en el art. 2 de la Carta Magna.

España es un Estado compuesto, y en su desarrollo territorial es menester que disponga de la dimensión institucional y operativa adecuada, en funciones y competencias, para que el resultado de la gestión pública en los niveles territoriales esté presidido por los parámetros constitucionales que deben distinguir la acción pública: eficacia, servicio, eficiencia, objetividad y legalidad. Para eso, es necesario que se den unos componentes de equilibrio entre los Entes territoriales que les permitan actuar pensando en la mejora de las condiciones de vida de la gente. Hoy, más necesarios que nunca.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Sobre la democracia

La mediocracia, libro de Alain Deneault, profesor de sociología en Canadá, es un muy buen análisis de las causas del ascenso de la mediocridad a la dirección y gobierno de instituciones y corporaciones públicas en el presente, lo que da lugar, lo comprobamos a diario, a una tiranía de lo políticamente correcto y a una merma preocupante de la libertad de expresión. Edgar Pisani, director que fue del Instituto del Mundo Árabe de París, pronosticaba tiempo atrás una profecía cumplida: «sabemos que la democracia, tal y como hoy la vivimos llevará al poder a hombres y mujeres cuya principal cualidad no será precisamente la excelencia, sino la mediocridad. Estamos lejos de aquello que constituía la ambición de las democracias nacientes: que la elección de todos distinguiera al mejor de todos”. En estos años, como consecuencia del ascenso de la mediocridad y de la banalización creciente de los asuntos públicos, se ha ido agostando una de las principales funciones de la democracia: dar sentido a las cosas haciendo a cada ser humano responsable más allá de los estrechos límites de un horizonte cotidiano. Algo que en este tiempo se certifica a diario cuando nos acercamos a la forma en que se gobierna y gestiona la aguda crisis que estamos sufriendo a nivel mundial.

 

En este contexto, la democracia moderna, hija de la fe en la razón propia de la época de la Ilustración, debiera haber alumbrado una forma de gobierno en la que la racionalidad humana impregnara la función de gobiernos, parlamentos y jueces. La realidad es la que es: concentración del poder y colosales campañas de manipulación y control social.

 

 

En 1992, la editorial Paidós tradujo al castellano el libro del antiguo profesor de la Universidad de Yale y expresidente de la Asociación Norteamericana de Ciencia Política Robert. A. Dahl, titulado «La democracia y sus críticos». El libro está escrito en 1989 y no tiene desperdicio. Para lo que aquí interesa, conviene destacar que Dahl es de los que razonablemente piensa que la democracia tiene que ser criticada para que mejore, sobre todo después de lo que está aconteció a finales del siglo pasado. En concreto, Dahl señala que en estos tiempos del llamado posmodernismo es necesario potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral. Porque, sin valores, sin cualidades morales, falla el fundamento principal de la democracia: la centralidad de la dignidad humana.

 

Es necesario regenerar la democracia. Y, para ello, nada mejor que volver a los principios, marco en el que reviste especial importancia la exigencia de un nivel ético elevado. En efecto, no es solo necesaria la existencia de códigos de conducta sino, sobre todo, transparencia en cada uno de los aspectos en que la vida privada se encuentra con la pública. La Ética es, o debe ser, una condición intrínseca a la democracia. Incluso en tiempo de pandemia, las frecuentes corrupciones detectadas en las compras públicas, por ejemplo, nos alertan de la necesidad de combatir ese virus de la corrupción que carcome y degrada la democracia a sus peores fantasmas: la demagogia y el populismo. Y para levantar el listón actual de comportamientos éticos precisamos, he aquí la cuestión, de sistemas educativos que formen en los valores en un ambiente de creciente humanización de la realidad. Algo, no es un secreto, que se ha ido abandonando o se ha tratado muy superficial y frívolamente. Y ahí están las consecuencias.

 

En este sentido, lo que se están perdiendo son los hábitos vitales de la democracia que, en opinión del filósofo norteamericano John Devey, se resumen en la capacidad de perseguir un argumento, captar el punto de vista del otro, extender las fronteras de nuestra comprensión y debatir objetivos alternativos. Es decir, mente abierta, plural, crítica, compatible y, sobre todo, dispuesta a incorporar argumentos, vengan de donde vengan, si son aptos o positivos para resolver problemas de interés general. Algo que la polarización actual, deliberadamente inducida, lo dificulta. Y mucho.

 

JaimeRodríguez-Arana

@jrodriguezarana