Pensamiento abierto y pensamiento ideológico

El tiempo en que vivimos, en el marco de una profunda polarización ideológica en la que unos y otros buscan el dominio social para imponer su visión del mundo y de la realidad, está erosionando, y no poco, el espacio para el ejercicio de las libertades públicas y los derechos fundamentales de las personas.

 

En este contexto, el diálogo, la mente abierta, y la interdisciplinariedad son características de una forma de concebir la realidad y el mundo que se han ido perdiendo, por una parte, a causa del dominio de la técnica y de la especialización. Y por otra, por razón de la emergencia, de nuevo, de las ideologías cerradas. En este sentido, las humanidades han dejado paso al primado de la eficiencia. Hoy, lamentablemente, quienes dirigen, quienes toman decisiones, quienes influyen ciertamente en el decurso de las cosas son, por lo general, personas dominadas por el pensamiento ideológico, por el pensamiento cerrado, por los prejuicios, por los estereotipos, por el imperio de los votos, en unos casos, por el lucro, en otros. Tal predominio alcanza hasta sustituir a los jueces y unilateralmente tomar decisiones acerca del ejercicio de las libertades, especialmente la libertad de expresión y de información.

 

Como consecuencia del regreso de las ideologías cerradas, aquellas que parten de la llave de la solución de todos cuantos problemas jalonan la existencia colectiva de la humanidad, estáticas por propia naturaleza, surge la necesidad, incluso la pasión, para quienes así operan, de situarse en la vida política social y política con un sentido perverso, por cerrado: la izquierda y la derecha, los de arriba y los de abajo, los de delante y los de detrás. Es decir, estar posicionado de un modo maniqueo ha traído consigo el olvido lamentable de la tradición cultural de la que procedemos y que contribuimos a crear: una tradición de libertad, de pluralismo y de profundo respeto a la dignidad de la persona. Sin embargo, presos como estamos del imperio del pensamiento único, estático, cerrado e incompatible,  seguimos hablando de explotadores y explotados, de retrógrados y progresistas, de ricos y pobres, de la extrema derecha y de la extrema izquierda, expresiones que además de profundamente simplistas son formulaciones que denotan una real actitud de miedo a la libertad, a la riqueza plural de la gente, a la fácil calificación, que no es traducible a etiquetas reduccionistas de su condición, y, sobre todo,  un profundo miedo a la búsqueda de soluciones  a  los problemas que aquejan a nuestra sociedad.

 

Ordinariamente, el pensamiento cerrado y estático que acompaña a las ideologías cerradas parte de la afirmación de prejuicios y de concepciones simplistas de la realidad, indicativas de pobreza discursiva o de inmadurez intelectual, política y humana. Por el contrario, el pensamiento abierto, dinámico y compatible, como estilo intelectual que responde a la realidad de las cosas, permite superar ciertamente las ideologías cerradas. No en el sentido de aislarlas y dejarlas sin lugar, que lo tendrán mientras haya gente con la disposición de aplicarlas, sino más bien en cuanto abren en el horizonte un espacio de pensamiento que rompe la bipolarización izquierda-derecha y que se caracteriza por su naturaleza abierta, crítica, plural y antidogmática, justo lo contrario, por ejemplo, de esa tendencia, hoy de moda, de canalizar el desencanto general hacia esquemas de odio y resentimiento.

 

 

El pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario es necesariamente un pensamiento más complejo, más profundo, más rico, en análisis, matizaciones, supuestos y, por supuesto, aproximaciones a lo real. Es más, esta modalidad de pensamiento lleva a un enriquecimiento del discurso democrático. Si el pensamiento único, estático e ideológico prevalece, como ocurre entre nosotros, el discurso político se repliega, se cierra y se concibe como un instrumento de poder, de dominación que aplasta la pluralidad y la apertura connatural a la democracia. La apertura del pensamiento político a la realidad reclama un notorio esfuerzo de transmisión, de clarificación, de matización, de información, un esfuerzo que puede calificarse de auténtico ejercicio de pedagogía política que, por cuanto abre campos al pensamiento, los abre asimismo a la libertad.

 

Los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y compatible nos invitan hoy a reivindicar que el poder político, también el económico y financiero, cumpla el papel que les corresponde y que fomente una educación a la altura del tiempo en que estamos. Una educación libre y plural. Nada más y nada menos.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Ideologías y humanidades

Los tiempos que corren son tiempos, desgraciadamente, de pensamiento único, de esquemas de confrontación, de enfrentamiento, de vuelta de las ideologías cerradas. Y, como consecuencia, tiempos en los que los populismos se adueñan del escenario público. Pareciera que el pensamiento abierto, plural, dinámico, realista y complementario fuera de otra época. Y, sin embargo, ahora, precisamente ante la forma en que se plantean muchas cuestiones, hemos de reconocer que el pensamiento complementario y compatible es una solución a muchos problemas de este tiempo porque la metodología de la confrontación no sólo no resuelve los problemas, sino que lo incrementa exponencialmente con los resultados que todos bien conocemos y que hemos sufrido en el pasado.

En efecto, frente a una mentalidad positivista que viene despreciando desde hace demasiados años las humanidades y el humanismo, resulta alentador constatar que tal perspectiva está siendo puesta en cuestión. El pretendido conflicto entre las ciencias y las letras, más teórico que real ciertamente, que generó dos saberes antitéticos, hoy parece que debe resolverse desde los postulados del pensamiento complementario y compatible.

Summit y Vermuele, autores de “The two cultures fallacy”, señalan en un artículo publicado en The Cronicle of Higher Education, que es un tópico artificial suponer que existe una divergencia insalvable entre el saber aplicado de las ciencias y el denominado conocimiento inútil o improductivo de las letras, como se ha denominado deliberadamente el conocimiento propio de las Humanidades. Es necesario, dicen estos profesores, superar este antagonismo interesado para reconocer la necesidad de un diálogo fructífero y enriquecedor.

No se trata de discutir acerca de que saber es de más categoría o disfruta de mayor prestigio académico, sino, desde los postulados del pensamiento complementario, de estudiar cómo se pueden unir mejor las ramas del saber para proporcionar, dicen estos profesores, un conocimiento más integrado y articulado a los estudiantes. Porque no es esta, como tantas otras, una cuestión de discusiones bizantinas sino de pensar en educar mejor a los alumnos. Algo que se olvida con suma facilidad para ingresar al espacio de la ideología en el que solo importa la estrategia de la confrontación.

Tradicionalmente se ha pensado que las ciencias aplicadas facilitaban un saber más técnico que permitía a los estudiantes integrarse perfectamente en la vida activa, mientras que los alumnos de letras eran tachados de dedicarse al disfrute de un conocimiento meramente especulativo y contemplativo. En realidad, tal apreciación no es cierta pues en la primera fase de la Edad media el estudio de la historia, la literatura, la filosofía o la retórica, proporcionaban un saber valioso y contribuían a la mejora y al progreso social, mientras que las ciencias se identificaban con un saber desconectado de la práctica.

Sumit y Vermuele demuestran en su estudio algo que hoy llama la atención: el ámbito que primero se vinculó con la vida activa fue precisamente el de las humanidades, cuya utilidad para el bien común las hizo imprescindible para la formación de los burócratas. En efecto, antes de que surgiera la ciencia como conjunto específico de disciplinas los llamados “studia humanitatis” constituían el modelo del saber útil del que luego se apropió la ciencia. En el siglo XVII, dicen estos profesores, fue cuando las cosas cambiaron y los eruditos empiezan a reclamar los beneficios sociales y empíricos del saber empírico natural. Ya en el siglo XX, las humanidades quedaron constituidas como el ámbito propio de lo humano en contraste con el campo deshumanizado de las ciencias.

Sin embargo, tal dualidad irreconciliable debe superarse por elevación, pues hay que reconocer que a través de las ciencias tenemos una mejor comprensión del ser humano y desde las humanidades se pueden mejorar los saberes aplicados. Por eso, la interdisciplinariedad, es hoy de gran relevancia en el ámbito académico y en la constitución de los grupos de investigación de vanguardia. Hoy no podemos ocultar que los distintos campos del saber, señalan Sumit y Vermuele, incorporan cada vez más conocimientos pertenecientes a áreas de conocimiento de ciencias y de humanidades pues las líneas de investigación relacionadas, por ejemplo, con la bioética o las humanidades digitales convocan este esquema de complementariedad.

Claro, este diálogo reclama nuevas formas de enseñanza y aprendizaje, así como superar el mito y el dogma de la especialización. Es tiempo, pues de que las visiones humanistas y científicas se den la mano de verdad y olviden la confrontación y el enfrentamiento de antaño. Es posible, y necesario.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Elecciones y democracia

 

 

La radicalización de la vida política y social es hoy una característica de los tiempos en que vivimos. Sus causas son complejas pero pueden resumirse señalando que debilidad de la defensa del Estado de Derecho y de su anverso, la democracia, o al revés, como se quiera, han propiciado el auge de populismos de uno y otro signo que están ocupando rápidamente el espacio de que quienes debieron defender las libertades y valores del Estado de Derecho y prefirieron disfrutar de las poltronas cediendo a diestra y siniestra aspectos esenciales de la vida democrática.

 

Entre nosotros, también los populismos de uno u otro signo azuzan sus posiciones radicales en vísperas de un año electoral por partida doble. De nuevo, pues, la confrontación, el enfrentamiento, el dominio del pensamiento único, se adueñan del espacio político. Por eso, también en tiempos electorales reclamamos espacios de moderación, de equilibrio, de entendimiento. Precisamos más mentalidad abierta, más capacidad de encuentro y más sensibilidad social.

 

Hoy, es imprescindible una mayor apertura a los intereses de la sociedad que supere esa visión tecnoestructural, cerrada, que concibe la política como un procedimiento, por el precio que sea, para  instalarse perpetuarse en el poder. Esa apertura a la realidad social no es una apertura mecánica, una pura prospectiva, que nos haría caer en una nueva tecnocracia, que podríamos denominar sociométrica, tan censurable como la que llamaríamos clásica. La exigencia de apertura es una llamada a una auténtica participación social en el proyecto político propio, participación que no significa necesariamente participación política militante o profesional, sino participación política en el sentido de participación en el debate público, de intercambio de pareceres, de interés por la cosa pública, de participación en la actividad social en sus múltiples manifestaciones, de acuerdo con nuestros intereses, implicándose consecuentemente en su gestión con los criterios de moderación y de conocimiento.

 

Mentalidad abierta, metodología del entendimiento, sensibilidad social, compromiso con la realidad, racionalidad y, sobre todo centralidad de la dignidad humana, son las características más relevantes que acompañan a una nueva forma de estar y realizar la política. Una política en la que se entienda que la confrontación no es el primer y principal componente de la vida social, sino al contrario, el acuerdo y el entendimiento, que deben buscarse con esfuerzo sostenido, inteligente y creativo, y nunca podrán acabar, ni sería en absoluto deseable que lo hiciera, con el disenso, la variedad de opiniones en cuanto a los fines, los medios, o incluso a la realidad presente. Desde el centro político no se definen, pues, situaciones ideales, ni sociedades perfectas, ni relaciones de concordia absoluta, que solo se encontrará en la paz del paraíso. De lo que se trata es de subrayar la necesidad de conducir y edificar la política de un modo nuevo, sobre nuevas bases, que nadie ha inventado, que ya estaban ahí más o menos explicitadas, pero que es preciso asumir, remozar, reforzar y extender.

 

 

Para ello es necesario, en primer lugar, una mentalidad abierta a la realidad y a la experiencia, que nos haga adoptar aquella actitud socrática de reconocer la propia ignorancia, la limitación de nuestro conocimiento como la sabiduría propia humana, lejos de todo dogmatismo, y al mismo tiempo de todo escepticismo paralizador y esterilizador que nos impulsa necesariamente a una búsqueda permanente y sin tregua, ya que la mejora moral del hombre alcanza la vida entera.

 

En segundo término, es menester una actitud dialogante, consecuencia inmediata de lo anterior, con un permanente ejercicio del pensamiento dinámico y compatible, que nos permite captar la realidad no en díadas, tríadas, opuestas o excluyentes, sino percatándonos, de acuerdo con aquel dicho del filósofo antiguo de que, en el ámbito humano y natural, todo está en todo. Percatándonos de que en la búsqueda de la pobre porción de certezas que por nuestra cuenta podamos alcanzar, necesitamos el concurso de quienes nos rodean, de aquellos con los que convivimos.

 

Y, en tercer lugar, es fundamental una disposición de comprensión, apertura y respeto absoluto a la persona, a todos los seres humanos, a los que están en camino, a los que tienen dificultados para salir adelante, a los que están en fase final aquejados de graves patologías, consecuencia de nuestra convicción profunda de que sobre los derechos humanos debe asentarse toda acción política y toda acción democrática.

 

Para terminar, en lugar de pensamiento único, pensamiento abierto, en lugar de pensamiento unilateral, pensamiento plural, en lugar de pensamiento estático, pensamiento dinámico. Precisamos más moderación, más concordia, más sentido común, más entendimiento en el marco, es obvio, de la defensa y exposición de las ideas propias, que, solo faltaría, se expresan en forma de convicciones.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Democracia e interés general

 

DEMOCRACIA E INTERES GENERAL

 

El interés general, concepto difícil de definir, desde una aproximación democrática es el interés de las personas como miembros de la sociedad en que el funcionamiento de la Administración pública contribuya al desarrollo de todos y cada uno de los derechos fundamentales y, por ello, a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos fortaleciendo los valores superiores del Estado social y democrático de Derecho.

 

Por eso, nada más alejado al interés general que esas versiones unilaterales, estáticas, profundamente ideológicas, que confunden el aparato público con una organización al servicio en cada momento de los que mandan, del gobierno de turno. Algo que la realidad constata todos los días en tantos países, también en el nuestro.

 

Por ejemplo, ahora que estamos instalados en una aguda y dolorosa crisis económica y financiera a causa de la emergencia sanitaria, los Gobiernos ponen en marcha, a través de la Administración pública, diferentes medidas para intentar sanear unas cuentas públicas maltrechas, al borde de la bancarrota. En este sentido, algunas decisiones para aliviar el elevado déficit público que aqueja a no pocos países consistentes en elevar los impuestos son, sin duda, eficaces, pero profundamente desvinculadas del interés general. En estos casos, es posible que el interés público secundario se alcance pues el Ministerio de Hacienda cumple los objetivos de reducción del déficit, pero no cabe duda alguna, al menos para quien escribe, que subir los impuestos a la población cuándo se mantienen o suben de forma insignificante los salarios del sector público, empeora sustancialmente las condiciones de vida de los ciudadanos lesionando, y no poco, el interés público primario llamado interés general

 

El interés general no es algo etéreo, intangible o abstracto. A mi juicio debe estar concretado en la norma y en el Derecho, en la ley y en el resto del Ordenamiento jurídico. Si admitiéramos una concepción abstracta y genérica del interés general estaríamos amparando actuaciones administrativas irracionales y arbitrarias, profundamente ilegales. Por una poderosa razón: porque cuando no es menester concretar el interés general al que ha de servir objetivamente la Administración, ésta vuelve sobre sus fueros perdidos y recupera el halo de abstracción e infinitud, de ilimitación y opacidad, que tenía en el Antiguo Régimen.  Es decir, la emergencia sanitaria no es un cheque en blanco que permita toda suerte de intervenciones del poder, sino una habilitación a actuar con plena motivación y con plena sujeción a la Ley y al Derecho.

 

Es decir, el interés general debe estar concretado, detallado, puntualizado en el Ordenamiento jurídico, en la mayoría de los casos en una norma jurídica con fuerza de ley. La idea, básica y central, de que el interés general en un Estado social y democrático de Derecho se proyecta sobre la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos en lo que se refiere a las necesidades colectivas, exige que en cada caso la actuación administrativa explicite, en concreto, cómo a través de actos y normas, de poderes, es posible proceder a esa esencial tarea de desarrollo y facilitación de la libertad solidaria de los ciudadanos.

 

En este sentido, la defensa, protección y promoción de los derechos sociales fundamentales por parte del Estado conforma uno de los intereses generales de mayor relevancia en el tiempo en que vivimos, pues se encuentra indeleblemente vinculado a la misma definición del Estado social y democrático de Derecho. Sin embargo, el populismo reinante, aliado al desmoronamiento del Estado material de Derecho, nos conduce a comportamientos políticos profundamente sectarios que se permiten hasta criticar la transparencia y la motivación propios de un Estado de Derecho de calidad y de una democracia digna de tal nombre.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Un nuevo derecho administrativo

El Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho es un Derecho del poder público para la libertad, un Ordenamiento jurídico en el que las categorías e instituciones públicas han de estar orientadas al servicio objetivo del interés general, tal y como proclama solemnemente el artículo 103 de la Constitución española de 1978. Atrás quedaron, afortunadamente, consideraciones y exposiciones basadas en la idea de la autoridad o el poder como esquemas unitarios desde los que plantear el sentido y la funcionalidad del Derecho Administrativo.

En este tiempo en que nos ha tocado vivir, toda la construcción ideológico-intelectual montada a partir del privilegio o la prerrogativa va siendo superada por una concepción más abierta y dinámica, más humana también, desde la que el Derecho Administrativo adquiere un compromiso especial con la mejora de las condiciones de vida de la población a partir de las distintas técnicas e instituciones que componen esta rama del Derecho Público.

El lugar que antaño ocupó el concepto de la potestad o del privilegio o la prerrogativa ahora lo ocupa por derecho propio la persona, el ser humano, que asume un papel central en todas las ciencias sociales, también obviamente en el Derecho Administrativo.

En efecto, la consideración central del ciudadano en las modernas construcciones del Derecho Administrativo y la Administración pública proporcionan el argumento medular para comprender en su cabal sentido este nuevo derecho fundamental reconocido en el artículo 41 de la Carta Europea de los derechos fundamentales. La persona, el ciudadano, el administrado o particular según la terminología jurídico administrativa al uso, ha dejado de ser un sujeto inerte, inerme e indefenso frente a un poder que intenta controlarlo, que le prescribía lo que era bueno o malo para él, al que estaba sometido y que infundía, gracias a sus fenomenales privilegios y prerrogativas, una suerte de amedrentamiento y temor que terminó por ponerlo de rodillas ante la todopoderosa maquinaria de dominación en que se constituyó tantas veces el Estado. El problema reside en intentar construir una concepción más justa y humana del poder, que cómo consecuencia del derecho de los ciudadanos a Gobiernos y Administraciones adecuados, se erijan en  instrumentos idóneos al servicio objetivo del interés general, tal y como establece categóricamente el artículo 103 de la Constitución española. Un Derecho cada vez más abierto a la realización continua y creciente de la dignidad del ser humano.

El Derecho Administrativo moderno parte de la consideración central de la persona y de una concepción abierta y complementaria del interés general. Los ciudadanos ya no son sujetos inertes que reciben, única y exclusivamente, bienes y servicios públicos del poder. Ahora, por mor de su inserción en el Estado social y democrático de Derecho, se convierten en actores principales de la definición y evaluación de las diferentes políticas públicas. El interés general ya no es un concepto que define unilateralmente la Administración pública, sino que ahora, en un Estado que se define como social y democrático de Derecho, debe determinarse, tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional en una sentencia de 7 de febrero de 1984, a través de una acción articulada entre los poderes públicos y los agentes sociales.

En efecto, el interés general, que es el interés de toda la sociedad, de todos los integrantes de la sociedad, ya no es patrimonializado por el poder público, ya no puede ser objeto de definición unilateral por la Administración. Ahora, como consecuencia de la proyección de la directriz participación, el interés general ha de abrirse a la pluralidad de manera que el espacio público pueda ser administrado y gestionado teniendo presente la multiforme y variada conformación social. El problema es que todavía, al menos por estos lares, la ciudadanía vive un tanto temerosa de la política porque aún no ha caído en la cuenta de que el titular, el propietario de la política y sus instituciones es el pueblo soberano. Y, por otra parte, los políticos todavía no aciertan a comprender que los poderes que gestionan son del pueblo y que su función es administrar esos poderes al servicio objetivo de todos dando cuentas permanentemente de cómo gestionan esos poderes que se les son entregados por el pueblo soberano.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La motivación de la actuación pública

La cuestión de la motivación del actuar administrativo es consecuencia de la obligación de rendición de cuentas que pesa sobre una Administración democrática. Hasta tal punto esto es así que se puede afirmar, sin empacho alguno, que una Administración pública será tanto más democrática cuanto más y mejor motive los actos administrativos dictados en el marco de potestades discrecionales. Potestades que en el marco de los derechos fundamentales solo tienen una dirección posible: su defensa, protección y promoción, siendo nulos de pleno de derecho si se separan o lesionan tales principios.

 

Ciertamente, esta consideración acerca de la obligación de motivar en cada caso la existencia del interés general legitimador de la actividad de los Poderes públicos es trasunto de la titularidad de la soberanía que, al pueblo, en su conjunto e individualmente considerado, corresponde. El pueblo es el titular de la soberanía, del poder público. Los funcionarios y autoridades lo que hacen, y no es poco, es administrar y gestionar asuntos que son de titularidad ciudadana en nombre del pueblo de forma temporal explicando periódicamente a los ciudadanos la forma en que se ejercen dichas potestades.

 

La motivación es de tal relevancia en esta materia de los derechos sociales fundamentales, que cuándo se pretende dictar una norma o aprobar una Ley que restringa o limite los derechos sociales fundamentales, el razonamiento de tal pretensión, que debe ser muy estricto, corre de cuenta, como más adelante comentaremos, del autor de la norma o de la Ley en cuestión.

 

La motivación de las normas y actos del poder ejecutivo es un tema de palpitante y rabiosa actualidad que explica hasta qué punto la crisis por la que atravesamos trae también causa, y de qué manera, del proceso de apropiación del poder en que han incurrido deliberadamente los políticos y altos funcionarios en términos generales. Con una sagacidad e inteligencia dignas de encomio, y gracias al consumismo insolidario imperante, se ha convencido a no pocos sectores de la población de que para los asuntos del interés general debían confiar en los dirigentes públicos, que saben muy bien lo que deben hacer. Incluso se ha intentado, a veces con notable éxito, presentar a la ciudadanía, desde la tecnoestructura,  argumentos y razones para justificar tal posición tiñéndola a veces de caracteres pseudocientíficos. Las consecuencias de este modo de proceder a la vista de todos están: politización de la Administración pública, conversión del interés general el interés o intereses particulares o individuales. Y, lo más grave, desnaturalización de la democracia que está dejando de ser el gobierno del pueblo, por y para el pueblo. La gestión de la pandemia así lo confirma.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


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