Cualquier observador más o menos atento a la realidad del presente es muy posible que se pregunte, extrañado, por qué en este tiempo se plantean, con ocasión y sin ella, determinados recortes, limitaciones, de las libertades, individuales y sociales. Es una pregunta que no es baladí y que manifiesta, a mi juicio, la temperatura democrática que realmente discurre por las venas de nuestro sistema político.
En efecto, por paradójico que parezca, la llamada “extensión de los derechos civiles” ha conducido a flagrantes restricciones de las libertades de quienes son considerados por la tecnoestructura dominante ciudadanos, hombres y mujeres, que no merecen disfrutar de determinadas posiciones y situaciones jurídicas porque no abrazan con la suficiente intensidad los nuevos dogmas que se pretenden imponer desde la cúpula. Por ejemplo, si se afirma que la libertad de expresión tiene límites, entonces que se atenga a las consecuencias de un juicio sin defensa y sin contradicción alguna. Es el caso de los que ahora plantean de forma razonable la existencia de restricciones a la libertad de expresión cuándo se usa, lisa y llanamente, para incitar al odio..
Así las cosas, no es difícil certificar que la libertad de expresión está amenazada, que la libertad educativa está en peligro, que la libertad de investigación se condiciona, que la libertad religiosa es objeto de mofa, que la libertad de expresión, la libertad ideológica, en definitiva, solo se permite según en la forma y dirección que determina la minoría dirigente.
Probablemente, la razón de tales prácticas reside en el espíritu autoritario que anima todas estas operaciones de restricción de las libertades. Se trata de prácticas que se alojan en el espíritu autoritario que anima una forma de pensar, y de actuar, tanto en el mundo político, como en el financiero o en el mediático. Es decir, quienes mandan en estos espacios creen, a pies juntillas, que tienen la sacrosanta tarea de liberarnos de determinadas formas de ver la vida y de entender la sociedad que a priori se juzgan peligrosas y nocivas para la salud ciudadana. Por eso, quienes no se alineen con las nuevas modas sociales deben ser expulsados del espacio público, y, por cierto, que den gracias, de que sus ocurrencias las puedan desplegar ámbito de la conciencia individual.
Es decir, algunos, lesionando el pluralismo y la libertad, se irrogan el papel de decir, desde las terminales de la tecnoestrura, quien es demócrata y quien no lo es, quien ejerce legítima y lícitamente la libertad, y quien está en el camino del error. Y, casualmente, de esta sutil y orquestada operación suelen salir favorecidos quienes están matriculados en el tecnosistema dominante del pensamiento unilateral que hoy se exhibe como la gran verdad revelada por los únicos depositarios del genuino y primigenio sentido de la democracia.
Pues bien, frente a tanto desmán y censura: libertad, libertad y libertad; pluralismo, pluralismo y pluralismo; respeto a la diversidad, tolerancia positiva y menos prepotencia, menos autoritarismo, menos fundamentalismo y menos totalitarismo. Aunque no nos gusten las opiniones ajenas, tenemos que acostumbrarnos a convivir con ellas en un ambiente abierto, plural, dinámico y complementario siempre, claro está, que no supongan apología de la violencia o agresiones directas a las convicciones más íntimas de las personas.
Ciertamente, no son buenos tiempos para las libertades. Por eso, la lucha por su realización se presenta como tarea apasionante para quienes aspiren al libre pensamiento, a la visión crítica y aexpresar sus propios puntos de vista con pleno respeto a las ideas y convicciones de los demás. No vale todo porque la libertad, como todas las expresiones de la dignidad del ser humano, cobra sentido en la medida que fomentan la convivencia pacífica, libre y solidaria entre todos los ciudadanos. Algo que se rompe cuándo aparece la violencia para matar en nombre de lo que sea y cuándo el respeto a las creencias ajenas brilla por su ausencia.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.
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